Las fotografías de Yolanda Pantin

Yolanda Pantin (Caracas, 1954) no solo es una de las poetas más reconocidas de Venezuela: también es fotógrafa. En un viaje que hizo a Rusia en el año 2008 capturó sus primeras imágenes, de las cuales hizo una selección para recopilarlas en el libro Dedicatorias, que consta de dos ejemplares. Uno de ellos está disponible para consulta en La Poeteca, así como el poemario 21 caballos –escrito a raíz de este viaje– que, a su vez, está presente en País, antología que reúne la obra poética de Pantin publicada por la Editorial Pre-Textos en mayo de 2014.
En La Poeteca, ubicada en el segundo piso del edificio Mene Grande II en la Avenida Francisco de Miranda a la altura de Los Palos Grandes, se encuentra la exposición Dedicatorias, donde el público podrá apreciar estas imágenes. Con motivo de esta muestra que estará disponible hasta finales de septiembre en la que, además, se aprecian los borradores de algunos poemas inspirados en las imágenes, se sostuvo esta conversación con Yolanda Pantin un día después de la premiación del IV Concurso Nacional de Poesía Joven Rafael Cadenas –donde la poeta formó parte del jurado en su primera edición.
¿Cómo juzga usted estas fotografías a 11 años de distancia?
Las veo como un registro que hizo una persona que no tiene conocimiento del arte de la fotografía, pero sí mucha curiosidad y que en algunos viajes quiso fijar situaciones que le parecieron curiosas, cosas que le llamaban la atención.
Pero lo interesante aquí es que con el tiempo pude ver que en esas fotografías está puesta lo que sería mi poética. Sólo en la distancia se puede ver, sólo en la distancia se puede sentir, y sólo en la distancia se puede intuir o rozar lo incomprensible.
En esas fotografías está la distancia geográfica –fueron tomadas en Rusia–, la distancia física puesta también en grandiosos escenarios naturales, y la distancia cultural. Todas estas consideraciones juntas me hicieron entender que mi búsqueda está anclada a la distancia cuando lo desconocido se asoma; eso que ocurre entre la cámara y aquello tan diferente a mí.
¿Ese distanciamiento podría aplicarse a toda su obra?
Sí, totalmente, lo entendí con esas fotos que veo además con distancia porque no siento apego por ellas.
¿Este proceso creativo fue el resultado de las vivencias del viaje o más bien el viaje fue la búsqueda consciente de algo que luego se convirtió en poemas y fotografías?
Consciente no, pero estaba abierta a que ocurriera cualquier cosa, y lo que ocurrió fue la cristalización de la distancia. No descubrí la fotografía sino la mirada que ya tenía.
Al contemplar la exposición, noté que en varias fotos aparecen personas de espaldas a la cámara, lo cual da la impresión de estar contemplando algo que podría estar invisible en las imágenes. No sabemos qué están mirando. ¿Qué mira la fotógrafa?
La fotógrafa mira lo que las personas están mirando. Miro cómo ellos miran. Eso también tiene que ver con mi poca destreza, porque los fotógrafos no tienen pena: ellos se plantan frente a un objetivo fotográfico y disparan. Como a mí me daba vergüenza interrumpir a esas personas, yo los fotografiaba de espaldas. Cuando vi el resultado, noté que ahí estaba puesto el acto de la contemplación.
Yo contemplo el acto de contemplar. Por eso hay dos contemplaciones: yo contemplando a quien contempla, y lo contemplado.
Y luego de todos estos años, ¿usted ha seguido tomando fotografías?
Sí, porque me gusta mucho. Desde pequeña he sido una persona muy ligada a la imagen; esa fue mi primera vocación: la pintura. La fascinación por la imagen está allí. Ahora, sin ninguna pretensión, trato de fijar una imagen y la guardo como algo precioso.
De hecho, eso me pasó anoche. Yo estaba [sentada] detrás de los ganadores del Concurso [Nacional de Poesía Joven Rafael Cadenas], y entre ellos dos había un espacio que me permitía ver a los muchachos que iban leyendo. Lo que yo podía ver era lo que Alfredo [Chacón] dijo después: la fragilidad y la pureza de la juventud me conmovieron muchísimo. Quise fijar esos momentos de pureza y entrega tomando una secuencia donde lo único que cambia –porque el encuadre es el mismo– son las personas que están retratadas. La entrega a la poesía y la juventud son cosas muy bellas.
¿Consideraría que ha evolucionado como fotógrafa?
No, para nada. Tendría que tomar cursos, leer, aprender, ser más seria, pero no lo hago porque además de perezosa no tengo ese talento. Sin embargo, soy sensible a lo que ocurre delante de mí cuando veo una imagen y quiero tomarla o cuando trato de “escribir” esa imagen.
Este viaje a través de Rusia fue el origen de dos manifestaciones creativas muy diferentes: una visual (las fotografías) y otra verbal (el poemario 21 caballos). Dedicatorias las reúne en un solo libro. En mi caso, leer 21 caballos fue una especie de guía, pues me permitió encontrar matices nuevos en las fotografías. ¿Usted diría que esta era la intención?
No, en absoluto. De Dedicatorias hice dos ejemplares en una plataforma digital. Cuando llegué a Caracas y vi la cantidad de fotografías que había tomado –muchísimas, entre 700 y 1000–, al final pude ver algo en algunas que decían otra cosa; me guiaban. En esas imágenes que escogí –quizás unas 25– vi que podían dialogar con pequeños textos que había escrito al margen, como anotaciones en pedacitos de papel. Entonces las calcé con las imágenes. Muchos años después fue cuando en 21 caballos, con todas las imágenes internalizadas, digeridas dentro de mí, trabajé solamente con las palabras.
Pero digamos que está concatenado lo que hice con las imágenes en un primer momento y lo que hice desprendiéndome de ellas, que queda como sustrato de las fotos llamado 21 caballos; todo eso en un solo viaje.
Entonces usted diría que fotografía y escritura tienen más puntos de encuentro de lo que se piensa.
Yo creo que sí. De eso se ha hablado mucho: imagen fotográfica y poesía. Pienso que están muy cerca, pues ambas son escrituras: la fotografía es escritura con la luz.
En “Resurrección”, un poema de 21 caballos, se menciona a Dios como ente celestial. Sin embargo, en Dedicatorias hay otra versión del poema (que acompaña una de las imágenes) donde se cambia a Dios por Gea, que es la Madre Tierra. Pareciera que hay tanto misterio en las fotos que con cada mirada surge una nueva interpretación. ¿Lo ve usted así?
No. De hecho, en Dedicatorias cambia el título del poema (por “Anteo”), que sería el borrador. Son dos versiones: la primera, precristiana, ancestral; y la otra, cristiana. Ahora, ¿por qué en 21 caballos hice un texto más ligado al cristianismo o a un dios después de los dioses griegos? La verdad no lo sé. Se escapaba de mi comprensión. Fue una intuición, pero yo debí haber tenido más cultura acerca de los mitos y las religiones, que son muy difíciles, para que el poema se sostuviera. Hablar de Dios, de un dios, me resultaba más cercano. Gea y Anteo me sobrepasan. Allí hay algo interesante, pero no me atrevería a seguir ese camino por respeto.
¿Cuál será el destino del libro Dedicatorias? ¿Permanecerá como complemento de la exposición o ha pensado en reeditarlo con un mayor tiraje?
Yo creo que está bien así, porque esto es un borrador, y a mí me gusta trabajar con la idea de los borradores. Estos proyectos míos que son más “atrevidos”, cuando me meto en zonas que no son de mi incumbencia –como la pintura, el dibujo, la fotografía– los siento como borradores. Eso me da mucha libertad; la libertad de hacer lo que yo quiera.
Como son proyectos que no están terminados, esos caminos pueden seguir siendo explorados. Queda todo abierto para recorrerlos, pero cuando sea el momento.
Ahora realizaré unas preguntas un poco más generales. Teniendo una trayectoria poética tan amplia, tan reconocida, ¿qué lugar ocupa para usted hoy participar en un recital?
Eso ha cambiado mucho. Alfredo [Chacón] lo dijo muy bien: cuando el poeta es joven se pone de pie para leer tratando de responder algo que él no conoce, y con esa dignidad con que lo hace. Alfredo habló de que eso ocurría en un momento de la vida pero quizás se refería no a un momento único, sino a uno que se puede prolongar en la juventud: cómo el poeta joven se planta frente a un auditorio con ese atrevimiento y esa fortaleza que lo sostiene.
Pero tal vez esa fortaleza no se pierde con el tiempo.
No, pero más que de fortaleza hablo de certeza interior, algo parecido a la inocencia. Eso para mí ya no es así. Lo que necesito ahora es una intimidad para estar en comunión con los otros; un espacio más bien pequeño, para que lo que sea que vaya a ocurrir fluya de una manera muy limpia. Del espacio público –puede ser una plaza, un auditorio– prefiero algo más cerrado, resguardado, para proteger el alma. Estoy convencida de que ahora más que nunca hay que protegerla. Ese es el sentido de la comunión con el otro: que protejamos el alma.
¿Considera que el culto que puede tenérsele a un escritor es algo dañino?
Yo creo que el culto tiene que ver con cosas que no son importantes. No lo llamemos culto, sino admiración. Ocurre sobre todo en las personas jóvenes que se acercan buscando, y eso es muy respetable. Lo que no puedes hacer es creértelo; sólo respetar lo que la otra persona siente.
¿La creatividad al escribir se puede aprender en un taller?
Yo pienso que los talleres son muy importantes. Para mí lo fueron. El taller te da la compañía, y te da algo que es el comienzo de todo: eso que mueve la creatividad o interioridad del escritor. El artista existe cuando otro le da sentido. Eso es lo maravilloso, porque tienes entre tus compañeros a tus escuchas, y ellos tienen en ti a un escucha. Nace el otro, que es el que recibe la obra, y tú existes en él; no existes solo. Además, se crean lazos de afecto y amistad que son vitales para que puedas sostenerte en un camino raro, porque dedicarse a la poesía es una cosa muy extraña, pero cuando tienes compañeros que están contigo en la misma búsqueda, te sientes menos solo.
De hecho, las grandes amistades de las personas que nos hemos dedicado a esto son amistades de talleres. Mis grandes amigos Blanca Strepponi e Igor Barreto son del taller Calicanto, de hace tantos años. Con tantos amigos uno va caminando como apoyándose con bastones.
Eso último me recuerda a lo que dijo un escritor al respecto: formar parte de un taller es como caminar con muletas, y al lograr ese nivel para escribir textos de calidad, que es cuando ya se debería dejar el taller, uno no quiere soltar las muletas porque tiene miedo de caminar sin ellas.
Sí, pero yo no lo veo así, porque creo que las muletas las llevamos siempre, y son muletas afectivas. Con muletas quiero decir bastón o algo en qué sostenernos. ¿En qué nos vamos a sostener si no es en el amor y la amistad?
Por Yeiber Román | @romanyeiber