Sobre cómo encontré algo valioso en Cosmopolitan

Cuando era una adolescente, tenía el hábito de comprar seis o siete revistas semanales. Por entonces, Venezuela era un mercado muy fructífero para todo tipo de proyectos editoriales, por lo cual la variedad que ofrecía cualquier quiosco era considerable. Pero nunca preferí las que se suponía que por mi edad debían de ser mis favoritas. Jamás compré una Tú, Coqueta o toda esa interminable sucesión de folletines que, según la opinión general, resumían mejor que otra cosa el mundo adolescente. En realidad, mis favoritas eran las adultas, las dedicadas al arte, la literatura y la ciencia. Recuerdo que gastaba el poco dinero que lograba ahorrar –del que debía utilizar para comprar mi merienda escolar–, en la magnífica revista colombiana Gatopardo con sus asombrosas crónicas; en Muy Interesante, que por entonces obsequiaba pequeñas colecciones de libros de tapa rustica; y de vez en cuando, y por mera curiosidad, en ese curioso compendio de buena voluntad llamado Reader Digest. Era una nueva manera de mirar lo cotidiano, de saborear el mundo a través de esa sabiduría concentrada y resumida en artículos y reseñas. Supongo que mi gusto por la información condensada de Internet debe tener alguna relación con el placer de esas tardes deliciosas, donde dedicaba buena parte de mi tiempo a disfrutar de esa novedad del ensayo, la crónica e, incluso, las rápidas reseñas que incluían mis revistas favoritas. Una manera totalmente nueva –al menos para mí– de concebir la palabra como vehículo y, también, como elemento creador.
Era una costumbre solitaria, como tantas otras de mi vida como hija única y alumna más joven en una clase de adolescentes. Tal vez por ese motivo, esas revistas se convirtieron en una ventana abierta a comprender lo que muchas veces necesitaba aprender sin preguntar. Lo disfrutaba por el mero hecho de ser una especie de versión resumida, simple y superficial de mi viejo hábito lector y, sobre todo, porque las revistas tenían esa capacidad para cautivarme que nunca tuvo la televisión. Y es que donde la televisión me aburría, las revistas me divertían por el mero hecho de tener su propio lenguaje, su ritmo privado.
El principal motivo para continuar mirando el mundo a través de las páginas laminadas de una revista era, sin duda, la curiosidad. La primera vez que compré la revista Vogue, por ejemplo, lo hice por las fotografías. No podría decir que me interesaron los artículos o los largos análisis sobre moda y tendencia, los cuales, para ser del todo sinceros, me eran difíciles de entender. En realidad lo que me obsesionaron fueron las fotografías: esas maravillosas tapas de revista con imágenes que yo no podía imaginar cómo podían lograrse. Los espléndidos retratos a todo color que yo soñaba con hacer alguna vez, pero que de momento me resultaban misteriosos y, la mayoría de las veces, abrumadores. Con catorce años cumplidos y una modesta cámara Canon entre las manos, las imágenes en las páginas de Vogue me deslumbraron. Me asombré pensando que el rostro humano podía crear una obra de arte a partir de su simplicidad, que la fotografía era algo más que esa desordenada necesidad mía de captar pequeñas escenas. Y es que si Gatopardo me enseñó las primeras lecciones que aprendí sobre crónica y periodismo de verdad, Vogue me enseñó algunas cosas inestimables sobre la belleza, la luz y la sombra. Me mostró que la belleza –o lo que a mí me parecía bello– podía construir un lenguaje en sí mismo.
También leí, y en más de una ocasión, Playboy: con todo el esfuerzo que supuso hojear una revista que no podía comprar en mi quiosco preferido y que me habría acarreado una buena regañina de mi madre. Necesitaba saber el motivo del escándalo, la prohibición y, sobre todo, de la insistencia en mantener el mito de la revista como un secreto bien guardado en algún lugar de la cultura popular. También me sorprendieron las fotografías: me resultaron escandalosas. Y me entristeció esa imagen de la mujer sexualizada al máximo, quizá porque yo misma sentí un poco de miedo e incluso indiferencia ante la imagen del cuerpo femenino desnudo, expuesto de esa manera, para su consumo, comercialización y oferta. La lección que aprendí de inmediato es que la imagen es tan poderosa como un mazazo, que, de hecho, lo que supone la imagen y el mensaje es casi tan fuerte como la idea que la sostiene. Recuerdo que me pregunté –quizá por primera vez– hasta qué punto somos conscientes del poder de lo que se muestra. Y si conocemos realmente los alcances del poder de lo que se divulga.
Por ese motivo, leer la Cosmopolitan me desconcertó. Por entonces, ya me consideraba una experta en escoger las mejores y peores revistas y, de hecho, la Cosmo nunca sería una de mis elecciones. Jamás llegué a comprarla y la primera vez que la hojeé fue gracias a la colección que una de mis tías conservaba de ediciones antiguas de la revista. Con dieciséis años, ya tenía algunas ideas sobre feminismo y la tónica general de la publicación me escandalizó. Lo hizo por su necesidad de reducir a la mujer a lo meramente estético, por insistir en mirar el mundo como un lugar festivo y color rosa que me provocaba un inmediato malestar. Cuando le pregunté a mi tía cómo una mujer inteligente como ella podía leer aquella rara e irritante combinación de cursilería y cultura pop, se echó a reír.
—No todo es blanco y negro en el mundo – me respondió–. Cosmopolitan te lo recuerda de vez en cuando.
¿Qué quería decir con eso?, me pregunté furiosa. Para mí la revista no era otra cosa que una combinación de estereotipos, lugares comunes y algo más lamentable: esa insistencia de mirar a la mujer como una figura predecible. Con sus radiantes modelos en minifalda y sus largas explicaciones sobre como lucir “deseable”, incluso a mitad de una tarde aburrida, Cosmopolitan me pareció insultante. Me hirió esa visión de lo femenino bidimensional, que no rebasa esa medida de lo que la cultura espera de ella. En conclusión: Cosmopolitan me irritó por obvia, por innecesaria e insustancial.
—De vez en cuando, es necesario recordar que todo matiz es válido –me insistió mi tía, que toda historia tiene dos versiones y nada se debe dar por supuesto.
—Y eso te lo enseña Cosmopolitan –me burlé.
Mi tía asintió, con un guiño malicioso.
—Cualquier propuesta que debata la opinión general, merece ser digna de ser leída –me respondió–. Cosmopolitan es una revista que surgió en una época donde ser mujer era un rol a desempeñar. Y la revista trató de brindarle las armas a esa mujer oprimida y abrumada por su rol, para que pudiera mirarse a sí misma como algo más que madre, hija, esposa. Fue una pionera en su tiempo.
Miré la portada. Una joven actriz hollywoodense sonreía a la cámara. El cabello abundante le caía en preciosos rizos sobre los hombros y todo ella tenía un aspecto radiante… e irreal. A diferencia de las magníficas fotografías de Vogue, la mujer Cosmopolitan era falsa, barata y radiante hasta la exageración. Me pregunté cómo mi tía podía suponer que algo tan insustancial podía representar a nadie y así se lo dije.
—Ya comprender eso es cosa tuya –me respondió–, quizá descubra que la equivocada soy yo. ¿No crees?
Me fastidió su insinuación y, más por orgullo que por otra cosa, me llevé algunas de sus revistas a casa. Esa noche las leí, ofendida y furiosa. Y es que Cosmopolitan era realmente un compendio de estereotipos, fragmentos a medio deglutir de sabiduría popular y una lamentable simplificación de la mujer. Me resultó ofensivo sus insistentes consejos sobre cómo “agradar” al “hombre”. Con mi feminismo adolescente muy cerca de la superficie, a punto de estallar, me pregunté si esa noción de la mujer objeto, de la mujer bonita por necesidad, de la mujer complaciente por deber, era lo que mi tía consideraba un matiz. Arrojé las revistas a la pila de la basura, el mayor insulto que podía darle, y luego recordé que debía regresárselas a mi tía. Las tomé de nuevo. ¿En serio ella encontraba algo de valor allí?
Uno de los ejemplares que me había prestado, incluía un artículo titulado “Soy mujer, a pesar de todo”, firmado por una mujer que no reconocí de ninguna parte. No era actriz ni tampoco cantante de moda. La fotografía que acompañaba la reseña me mostró una chica de cabello muy corto y rizado, delgada y simpática, que miraba a la cámara con timidez. Había ignorado el artículo, abrumada por el despliegue de color, consejos de belleza y chistes edulcorados que llenaban el resto de la edición. Pero, en realidad, el texto tenía un aspecto simple, casi severo, en medio de la explosión de color del resto de las páginas. Comencé a leerlo.
Me sobresaltó y me desconcertó lo que encontré.
Era la historia de Rania, una chica de origen egipcio que acababa de llegar a la ciudad de Los Ángeles, cuando fue diagnosticada con cáncer de seno. Rania tenía veinte años, acababa de salir de la Universidad y amaba la fotografía y estaba aterrorizada por el diagnóstico. Con un estilo limpio y sencillo, contaba su primera reacción al conocer que padecía una enfermedad potencialmente mortal y, también, cómo se había sentido al lidiar no solo con la posibilidad de morir, sino ante esa mutilación quirúrgica imprescindible para sobrevivir, pero tan dolorosa en lo espiritual, como es la mastectomía. Hablaba también de los largos meses de terapia, los momentos más altos y los más bajos. Por último, dejaba muy claro que la enfermedad la había hecho comprender “que la vida no era tan sencilla y que esa complejidad era parte del aprendizaje, del reconocimiento de la existencia del otro y de la belleza de un mundo que apenas podemos paladear y que muchas veces ignoramos que pueda existir”.
La frase me impactó. Me dolió. Me pregunté por qué Rania, a quien no conocía de nada, pero cuyo artículo me había conmovido por cercano, directo y doloroso, había decidido publicar su historia en Cosmopolitan. Lo medité por días, incluso me pregunté si Rania realmente existía, si no se trataría de un truco publicitario en una revista que parecía apostar por lo falso y artificial. Entonces decidí hacerle la pregunta directamente a Rania.
Por aquel entonces, cuando aún restaban unos años para la llegada definitiva del e-mail, comunicarse con alguien a quien no conocías era tarea laboriosa. La revista indicaba una dirección postal en Miami, Florida, donde se llevaba a cabo su publicación y decidí enviar allí una carta explicando que necesitaba hacerle llegar unas cuantas líneas a Rania, la chica de artículo sobre el cáncer de seno. Fotocopié el artículo y lo incluí en el sobre, junto con dos cuartillas que escribí a mano. Luego, me preparé para esperar la respuesta, si es que en realidad llegaba a recibirla.
Entre tanto y casi por demostrarle a mi tía que podía asumir mis propios prejuicios no obstante cualquier cosa, seguí hojeando Cosmopolitan de vez en cuando. Lo hice con cierta sensación de vergüenza. Pero también porque la historia de Rania –y otras parecidas que leí en otros ejemplares– había tenido un lugar en medio de los colores estridentes, de los mensajes ridículos, de los textos festivos sobre sexualidad edulcorada y pendenciera. Llegué a preguntarme si la publicación utilizaba un rostro superficial para transmitir un tipo de mensaje muy específico. Pero descarté la idea de inmediato: era un planteamiento muy profundo para una propuesta tan barata como la de la revista.
Tres meses después, recibí respuesta de la casa editorial de Miami. En el sobre, encontré una hoja con un párrafo genérico donde me agradecían la gentileza –“Apreciamos a todas nuestras lectoras y sabemos del interés…”– y en otra, una dirección de una editorial en Atlanta, donde cualquier carta podía ser dirigida a Rania, la chica del artículo.
Me afané por días en escribir la carta –que redacté en un torpe inglés de diccionario– y cuando finalmente la terminé, me pregunté si debía enviarla. El texto era como sigue:
Querida Rania,
Leí tu historia en la revista Cosmopolitan y me asombró mucho. De hecho, me conmovió tanto que, durante varias semanas, pensé muchas veces en tu dolor y en la forma como enfrentaste de manera tan valiente algo tan terrible como el cáncer. Me gustó tanto lo que escribiste que, de hecho, te escribo esta cortísima carta porque no logro entender el motivo por el cual decidiste publicar un artículo tan valioso, tan profundo y tan elocuente en una publicación como Cosmopolitan. Sé que es una de las revistas más vendidas del mundo y también que, quizás, llega a lugares donde otras no, pero no comprendo el hecho de que no consideraras otras formas de llevar tu historia al público.
Me pareció un texto pomposo, ridículo y lamentablemente simplón pero no tenía el suficiente conocimiento del inglés para explicarle lo mucho que me había impactado su punto de vista sobre la vida y la muerte. La cabeza rapada, la cicatriz enorme cruzando su pecho delgado. Las imágenes eran tan claras en mi mente, que sentía que conocía a Rania como una amiga muy querida, a pesar de que, por supuesto, solo había leído un relato suyo en una revista. Eso me desconcertó, me abrumó y me hizo muy consciente del poder de la palabra, más que nunca quizás, porque a diferencia de todos mis libros favoritos, de mis entrañables amigos de tinta y hoja de la infancia, Rania tenía casi mi edad, era una sobreviviente a una enfermedad que yo podía padecer y contaba su historia con una dolorosa sencillez. Cuando envié la carta, casi lamenté hacerlo: ¿qué podía contestar alguien a una impertinencia semejante? Probablemente nada.
Recibí su respuesta seis meses después de haber enviado mi carta. Había olvidado que la había escrito o, mejor dicho, me había resignado a que nunca recibiría contestación. Recuerdo que me quedé mucho rato mirando el paquete, con mi nombre escrito a mano, las bonitas estampillas cubiertas de sellos de tinta. Cuando rasgué el papel, me encontré con tres hojas escritas en una diminuta caligrafía y una bonita fotografía de una playa desconocida. Los ojos se me llenaron de lágrimas cuando comencé a leer.
Apreciada Aglaia,
Tu carta me ha sorprendido. Tanto, como para pensar durante semanas si debía responderte. Leerte me sorprendió por asumir hasta qué lugar llegó mi historia y las reacciones que provoca. Nunca lo pensé. Nunca lo esperé. Simplemente escribí lo que podía de la mejor manera que supe. Lo hice porque estaba tan asustada que creí que escribir me consolaría. Pero no lo hizo. En realidad, abrió otras puertas del miedo, otras ventanas a la angustia. Seguí escribiendo, para entenderlas todas.
Rania me habló con detalle de su tratamiento médico: me habló de que se encontraba en remisión y que ser oficialmente una sobreviviente la había hecho más consciente del poder de la voluntad, y de lo que llamó “el precio que había tenido que pagar” por sobrevivir. Me explicó de la soledad de las mañanas de miedo, las noches de sobresaltos, la caricia de la mano temblorosa sobre su cabeza calva, la punta de los dedos recorriendo la cicatriz. La imaginé, tan clara y precisa, que lloré por ella –junto a ella– ; y reí, cuando finalmente respondió a mi pregunta banal sobre su publicación.
Publiqué en Cosmopolitan porque fue la única revista que aceptó hacerlo. Así de simple. ¿Es una excusa muy vulgar? Puede serlo pero es la única que tengo. Envié mi historia a muchas partes, la envíe con la esperanza de que llegara a mujeres que no saben el riesgo que corren a diario, las que jamás se tocan los senos, las que ignoran cuánto peligro corren por el descuido. Pero mi historia la tacharon de “muy femenina”, de ser “un alegato”. Querían datos médicos, querían fotografías de mi cicatriz, querían que les explicara cómo me sentí bajo el bisturí, que les hablara sobre todas las cosas que me pasaron en el quirófano o durante las largas tardes de quimioterapia. Mi historia no era sobre eso. Mi historia era sobre una mujer rota, asustada, incompleta. Una mujer que se mira al espejo y no sabe cómo entender su cuerpo roto. Que mira la cicatriz y llora de angustia. Eso nadie lo entendió. Solo Cosmopolitan.
No sé por qué lo hizo. La editora me telefoneó en persona al leerme. Me sorprendí de que lo hiciera: el resto de las revistas a las que envié mi historia no llegaron a responder ni una sola de mis cartas. Pero ella me telefoneó y me agradeció que quisiera publicar mi historia, que los hubiese escogido para hacerlo. Como tú, también tengo mis prejuicios sobre la revista y me llevó mucho esfuerzo tomar la decisión de enviar mi historia para ser leída en sus páginas. Pero el hecho de que tú me escribas desde un país que solo conozco de oídas, que te preocupes por mí, hace que piense tomé una gran decisión. Que tomé una buena decisión y que, probablemente, deba tomar otras parecidas.
Me llevó algunas horas digerir sus palabras. Miré mucho rato la fotografía del mar en calma que Rania me había enviado –San Francisco, 1987, había escrito detrás– y, de pronto, me sentí muy niña, muy frágil, muy inexperta, muy solitaria. Y, también, muy asombrada por ese aprendizaje súbito, por comprender que en ocasiones, sí, hay inmensos matices y sobre todo graduaciones en lo que consideramos absoluto. Me sentí, sobre todo, desconcertada por el poder de la historia que se crea, del mensaje que se envía. Una visión durísima sobre un mundo que sobrevive al prejuicio.
No le respondí a Rania ni ella volvió a escribir jamás. En una ocasión, muchos años después, encontré su historia de nuevo en un libro que recopilaba experiencias sobre supervivientes de Cáncer. Ya era una mujer de treinta años, con el cabello largo y lustroso cayéndole sobre los hombros. Sonreía aún. Y aún continuaba llevando su mensaje a todas partes. Leí la entrevista y me hizo sonreír el mismo tono cálido de su carta, la misma dulzura y sinceridad.
“Somos nuestras decisiones. O mejor dicho, somos lo que decidimos creer y confiar”, decía para culminar el capítulo dedicado a su historia. Y me gustó que su manera de entender lo que había vivido –y todo lo que vino después, incluyendo su trabajo como activista en la lucha contra el cáncer– tuviera un comienzo tan humilde y desconcertante. Una página de una revista barata. Una historia en medio de colores estridentes y cierta vulgaridad.
Sin duda, somos nuestras decisiones, pienso mirando su fotografía, que aún conservo. Y, también, somos nuestra capacidad para crear, construir ideas y sobre todo enfrentarnos a nuestra propia medida del prejuicio y la duda. Somos hijos de nuestra propia historia. Y del valor de lo que podemos concebir y aspirar como parte de nuestra vida.
Una página a medio escribir. Una historia a punto de crear.
Por Aglaia Berlutti | @aglaia_berlutti