Al final, es lo mismo

Días antes de viajar a Medellín, al Festival Gabo, Revista OJO y Ficción Breve organizamos una nueva edición de la Semana de la Narrativa. La idea era retomar una tradición que con tanta solvencia habían construido Ana Teresa Torres y Héctor Torres, haciendo edición tras edición de un evento que impulsó a muchos de los narradores venezolanos contemporáneos más consolidados. Al menos, hasta que las circunstancias obligaron a poner un punto y final que, varios años después, decidimos permutar por un punto y aparte.
La experiencia fue sabrosa. Pero también cuesta arriba. Una de las tres jornadas de lectura tuvo que postergarse: se fue la luz en parte de Caracas y casi nadie pudo llegar al lugar del encuentro. O a sitio alguno.
La última jornada también se fue la luz y, para colmo, cayó una tormenta eléctrica que, por momentos, opacaba la lectura de los participantes. Estos hicieron cuanto pudieron para, sin micrófono, hacer llegar su relato a una sala ávida de historias.
La experiencia nos dejó el cuerpo cansado y varios nudos en los hombros: una sensación por demás habitual para quienes vivimos en Venezuela. En un país en el que comer y llegar sano y salvo a casa son dos formas de victorias cotidianas, vivir puede ser tan desgastante como correr un maratón.
Cuando entré, semanas luego, al Jardín Botánico de Medellín, en el que se celebró el Festival Gabo (algo así como los Oscar de los medios de comunicación de Iberoamérica: tres días de charlas, talleres, encuentros y una premiación tan fancy como deben serlo esas cosas) pude ver lo que era en realidad un evento grande. ¿Cuánto trabajo y logística demanda organizar y ejecutar algo por el estilo? Lejos de quedar embobado ante los estímulos que recibía, un halo de preocupación revivió en mi cuerpo: qué atrasados nos estamos quedando en Venezuela.

Semana de la Narrativa 2019. Foto: Becky Plaza
Quien viene de un país en el que casi nunca hay agua en las casas, disfrutar de uno del que se bebe agua potable de cada chorro es como descubrir que se es el único niño de madera el primer día de clases.
Pero hasta Pinocho tiene que saberse especial dentro de su cuerpo, ¿no?
Lo primero que me llamó la atención fue el inmenso respeto que los colombianos tienen hacia su propia cultura. Conocen a sus artistas, saben cuáles son sus referentes, hablan de sus tradiciones y en cada nicho está muy claro quiénes son los nombres cargados de historia. Es lógico, desde la locura que significa vivir en Venezuela, lamentar las limitaciones materiales a las que nos han sometido, pero el problema debe de ser mucho más profundo si en los colegios es más fácil que un niño hable de Simón Bolívar que de Teresa Carreño.
El arte, los mitos y la tradición son respuestas de la sociedad a las inquietudes de los tiempos que le toca vivir. Respetar y conocer el pasado es la única manera de dejar de extrañar espejismos, idealizar hechos que no sucedieron y agradecer los que sí disfrutamos. Muchos de los colombianos que conocí querían saber sobre lo que pasa en Venezuela. Yo quería preguntarles a ellos sobre sus enfrentamientos armados. A veces las tragedias son ineludibles, pero lo que hace que unos, después de recibir tantas golpizas, se transformen en súper sayayin y otros se mueran es la capacidad de pasar la experiencia por el tamiz del arte.
¿Dónde estamos parados los venezolanos con respecto a eso?

Fetival Gabo 2019. Foto: Cortesía
El Festival fue, a su vez, una oportunidad para conversar con personas de diferentes partes del mundo. Más allá de que en el resto de la región pareciera haber agua y luz con frecuencia, así como una economía menos hostil, los problemas del área de la comunicación (y con esto me refiero, sí, a todo lo significa el área de la comunicación: no exclusivamente al periodismo) parecieran ser similares: todavía nadie ha descubierto la fórmula para construir un medio independiente, solvente y exitoso.
Que New York Times en español tuviera que cerrar porque sus dueños no lograron convertirlo en un proyecto sustentable despertó una ola de miedo en el continente: si de un día para otro Bill Gates dijera que las computadoras son muy inseguras hasta para él, todos nos veríamos tentados a desempolvar los ábacos.
Pero hay mucha terquedad. Y altas dosis de fe que, con la pasión adecuada, pareciera que pueden transformarse en cliché: mueven montañas.
El mundo está lleno de emprendimientos asombrosos. Y de notables muestras de insistencia. Cuando conversé con el director de El Malpensante, una revista literaria que tiene más de 20 años, reconocí en sus ojos el cansancio y la emoción del que trabaja mucho: “Ha sido difícil aguantar todos estos años”, dijo. No ahondamos a qué se refería exactamente. Pero más tarde asistí a una charla sobre cómo se financian los medios independientes en América Latina. La ausencia de respuestas concretas era, en sí misma, la más concreta de todas las respuestas. “Hablé con tal editor y me dijo que estaban contentos, pues gracias a esta inversión que consiguieron ya tenían cubierta la nómina de noviembre”, contó una de las ponentes, antes de precisar que en el momento en que conversaban estaban en octubre.
Estas dificultades podrían extrapolarse a otras aristas. Los números de venta de libros de literatura, la penetración de las revistas culturales, la dificultad para ejercer el periodismo de investigación, el sensacionalismo que envuelve al deporte… Con dosis diferentes, en cada país es fácil reconocer algunos de los hándicaps que en Venezuela también generan preocupación por debajo de la crisis humanitaria que padecemos. No en balde, muchos ven con admiración hacia esta parte del continente: ¿cómo es posible que en un contexto tan salvaje sigan apareciendo proyectos, personas y profesionales valiosos?

Festival Gabo. Foto: Cortesía
El Pitazo, por cierto, fue uno de los ganadores del certamen.
Un evento como el Festival Gabo sirve para evaluarnos, compararnos y entender qué lugar ocupamos dentro de la región y de la época que nos tocó vivir. También nos ayuda a discriminar cuáles son las dificultades propias de la crisis que padecemos y cuáles las de la industria en la que trabajamos. Y, quizá, también nos sirva para entender que, como escribió Rafael Cadenas, “no se puede escribir una sola cosa valedera sin haber estado antes en el infierno”. A veces, al infierno se llega sin querer y obligado. La duda recae sobre si, luego, se tendrá el temple suficiente para transformar el dolor en una joya: no en quejas, sino en algo que nos ayude a todos y que sea un verdadero legado para las generaciones por venir.
Ojalá algún día, no muy lejano, en Venezuela podamos vivir cosas tan estimulantes como el Festival Gabo, las grandes ferias del libro del continente o los tantos festivales musicales que alargan los sueños de las ciudades. Mientras tanto –a veces sin luz, sin agua y con inseguridad en las calles– supongo que hay que hacer lo mismo que todos: vivir, asimilar, reflexionar, sentir y crear. E insistir, insistir, insistir. Sin creernos especialmente maldecidos ni tratarnos héroes, solo haciendo lo que hay que hacer.
Cuando el avión de regreso aterrizó en Venezuela, nos enteramos de que la vía que conecta a La Guaira con Caracas estaba trancada: una gandola llena de gas se había volcado. No había paso en ningún sentido y, sorprendentemente, ningún muerto: el chofer estaba herido y por fortuna de quién sabe qué no había ocurrido ninguna explosión. Los venezolanos que veníamos en el vuelo, aún extasiados por lo que significaron los días anteriores, intercambiamos sonrisas de resignación que significaban: bienvenidos a Venezuela. Cuando, más tarde, le conté eso a una amiga –eso y que en Medellín me hurtaron el teléfono: todo paraíso es perfectible– preguntó: “¿Y qué crees tú que se puede escribir al respecto?”.
De eso se trata.
Por Lizandro Samuel | @lizandrosamuel