¿Así se protesta en democracia?

De’ Caracas pa’ Santiago
La última vez que protesté en democracia tenía seis años, un tal Hugo Rafael Chávez Frías había dado algo llamado Golpe de Estado, esto había provocado saqueos en Catia, por mi casa. Recuerdo que estaba en la camionetica camino a visitar a mi abuela y grité “saqueo, saqueo” cuando pasamos frente a Miraflores. La cara de mi mamá me dejó claro que aquella palabra no era una buena cosa para decir en el autobús, en medio de una crisis.
Muchos años después fui parte del movimiento estudiantil que lucharía por los derechos y libertades que ese Hugo Chávez, ahora presidente, nos estaba robando. Mi última protesta fue en la dictadura de Nicolás Maduro –el sucesor de Chávez– y ese día murió Bassil Da Costa; su nombre está en mi cuaderno rosado de líneas, donde hay escritos a mano más de 500 nombres de manifestantes detenidos, heridos o asesinados. Nos costaba mucho encontrar la información de dónde estaban y bajo qué condiciones los tenían.
Había zonas prohibidas, a las que no podíamos ir por el miedo de que nos atacaran. La ciudad siempre tenía marchas y contramarchas. Teníamos colectivos, armas de fuego accionadas por civiles. Teníamos insultos e indirectas.
Cuando dejé Venezuela, recién se comenzaban a ver personas comiendo de la basura, unas pocas. El transporte comenzaba a colapsar y para comprar las medicinas de mi papá debíamos pedirle a alguien que las trajera de afuera. El sueldo comenzaba a durar menos.
¿30 pesos o 30 años?
Cuando desperté ese viernes imaginé que solo tendría un día largo, faltaba una semana para mis vacaciones; había quedado en ver a mi amiga chilena. Queríamos tomarnos un café, sentarnos a hablar de nuestras vidas, de las semanas; quería contarle de mis vacaciones. Nos encontramos en la notaría, conversamos sobre el colapso de la ciudad, pues todas las líneas del metro estaban cerradas. Mientras caminábamos al Costanera Center, vimos volar algunas bombas lacrimógenas. Eso no impidió nuestro café, especialmente porque para ella: “por fin estamos despertando”, me dijo. Los estallidos sociales no te mandan un mensaje con fecha y hora.
Mi primera impresión al comenzar a trabajar en Chile, en 2016, fue que había un gran descontento entre los jóvenes por la educación costosa que es pagada a través de créditos financieros, por la salud que era cara, los bajos sueldos vs. las grandes ganancias de los empresarios, las pensiones que son administradas por la Administración de Fondos de Pensiones (AFP) y las Instituciones de Salud Previsional (Isapre). Encontré también en Chile a mucha gente consciente de su historia, sin querer repetir lo ocurrido entre los 50 y los 90. La taza de cristal tenía grietas.
La macroeconomía no tiene rostros. ¿No era este el mejor país de la región? ¿No veníamos a Chile a cumplir el “sueño chileno”? ¿Por qué un pensionado gana en proporción tan poco como en mi país? ¿Qué historia nos vendieron?
Cuando, por segunda vez en el año, anunciaron el alza de 30 pesos en la tarifa del Metro, solo para la hora punta, yo estaba cocinando. ¿Otra vez?, pensé. Seguro nadie hará nada, le dije a Rucio, mi perro. “Quien madrugue puede ser ayudado a través de la tarifa más baja del metro”, dijo Juan Andrés Fontaine, el ahora exministro de Economía.
Sin embargo, fueron los estudiantes de bachillerato quienes comenzaron a protestar evadiendo el pago del ticket en esos horarios; la consigna era “evadir, no pagar, otra forma de luchar”. La convocatoria se hizo a través de Twitter usando la etiqueta #EvasionMasivaTodoElDia. Hubo tantos estudiantes en tantas estaciones, y tanto daño en algunas, que durante la tarde de ese día el sistema decidió cerrar.
Durante la tarde noche siete estaciones fueron incendiadas. Otras tantas dañadas, saqueadas y destruidas en su parte superior. Ya va, ¿en democracia no hay mecanismos menos violentos para protestar? Jamás vi que en Venezuela quemaran algo más que unas chaguaramas en la Avenida Bolívar, y barricadas; pero incendiar siete estaciones de metro, más o menos a la misma hora, le parecía sospechoso hasta al más revolucionario. Ni los medios, ni los policías, ni los bomberos se daban abasto.
Ese mismo viernes, la agenda de Sebastián Piñera probablemente decía: cena, cumpleaños nieto, tal hora en tal lugar. Mientras él cenaba en un restaurante en la zona más pudiente de Santiago, la calle ardía. Había cacerolazos, saqueos, más incendios, más protestas, más destrucción.
¿Dónde estaba el presidente? ¿Cuándo haría cadena nacional para informar lo que pasaba?
La olla de presión le estalló en las manos.
¿Un toque de queda en democracia?
Cuando comenzaron a sonar las cacerolas, recordé a la señora Vero, quien trabaja limpiando en mi oficina: tiene artritis, necesita hacer un tratamiento no solo costoso, sino que le impediría ir a trabajar por quince días. Ella forma parte del sistema “público”, igual que casi 14 millones de personas más. Ese tratamiento debe ser pagado por ella y luego Fonasa debería devolverle el dinero y pagarle los días no trabajados. Sin embargo, el sistema no se da abasto y desde hace meses hay protestas en la Comisión de Medicina Preventiva e Invalidez (Compin), porque miles de personas siguen esperando que la Compin les pague sus licencias médicas, entre otros.
También pensé en mi amiga chilena: estudió periodismo, la carrera costaba siete millones de pesos (casi 10.000 USD actualmente) y tuvo que pedir un “préstamos solidario” en su universidad, financiado por un banco; ahora debe 15 millones y todos los años aumenta su deuda porque los intereses son muy grandes. Pensé en cuando me subieron la luz sin ninguna explicación. O en lo ridículo que es tener el agua en manos de unos pocos empresarios, ¡el agua!
Nadie pide las cosas gratis, solo que cesen los abusos.
Agarré mi sartén y salí al balcón a tocar la olla, escondida, con miedo, buscando el sonido de una moto de baja cilindrada. Me vio Edu, mi novio que es chileno: me dijo que no estábamos en Venezuela, que podía hacerlo tranquila. Descargué mi rabia en la olla y solo tengo tres años en este sistema.
No hubo motorizados rondando abajo de mi ventana, no me sentí amenazada, no había sonidos de disparos de armas automáticas accionadas por colectivos. Me sentí extraña. Desconcertada. ¿Esto es protestar en democracia?
La Florida y Puente Alto quedan al suroriente de Santiago, ambas suman casi un millón de habitantes, 17% de la población total de Santiago. Mientras yo tocaba cacerolas, ellos veían arder supermercados, tiendas, estaciones de Metro. “La situación está totalmente fuera de control, una situación nunca vista en democracia”, dijo Rodolfo Carter, alcalde de la Florida.
En Puente Alto se quedaron sin tres de las cuatro estaciones que lo conectan con el resto de la ciudad. En ese momento no sabíamos qué tan grande era lo que pasaba. En Santiago Centro, las escaleras de salida de emergencia del edificio de la compañía de la luz, que es privatizada en Chile, se incendiaron rápidamente.
Luego de cenar con su nieto, Sebastián Piñera apareció en La Moneda y decretó Estado de Emergencia, una herramienta constitucional que se invoca ante una “grave alteración del orden público, daño o peligro para la seguridad de la Nación”, y que puede durar máximo 15 días. Desde ese momento, todas las decisiones en materia de seguridad las tomaría el general Javier Iturriaga. Él decretó el primer toque de queda desde 1987. El Estado de Emergencia también implica sacar a los militares a la calle.
El último toque de queda que yo había vivido fue en el 89, en Venezuela y durante el Caracazo: nuestra propia revuelta de demandas sociales. Los abusos policiales cometidos esa noche siguen sin repararse. Años después, en las protestas de 2014 contra el régimen chavista también teníamos un toque de queda, pero no oficial. A las 6:00 pm aparecían en Altamira (Caracas) los colectivos armados: mataban gente, sembraban terror. Y desde ese minuto nadie podía circular libremente.
En Chile, un país democrático, la situación era distinta. Quienes habían vivido los toques de queda de Pinochet recordaron el miedo que inspiraban las calles por esa época. Sin embargo, para los más jóvenes la situación era absolutamente nueva.
Cuando comenzó el toque de queda me llegó este mensaje: “Recuerden que hoy a las 22.00 hrs deben retrasar sus relojes a 1973”. Hay heridas que no se borran tan fácilmente. 30 años no son tanto.
Varios del edificio fuimos a casa de un vecino, llegamos pasada la hora límite para andar por las calles. Muchos nos vimos las caras por primera vez, todos intentaban explicarme qué pasaba en Chile, por qué esta resolución les sorprendía y cómo no tenía sentido porque estamos en democracia. Lo mismo pensó mucha gente que el sábado a las 10:00 pm ignoró el toque de queda no para protestar, sino para simplemente transitar.
Me da miedo el silencio obligado. Me da miedo desde el cinco de marzo de 2013, cuando en Venezuela anunciaron la muerte de Chávez. Yo vivía en Catia, un lugar siempre vivo, siempre ruidoso. Ese día fui consciente del silencio, de la tensión. Catia se quedó muda.
Santiago es silencioso, Providencia –algo así como Los Palos Grandes, de Caracas– mucho más. Ahí vivo. Su calma solo se ve interrumpida los sábados por algún vecino que haga una fiesta y una vez en la noche cuando pasa el helicóptero de carabineros, porque la escuela y el hospital de carabineros están al lado. Sin embargo, el sábado 19 de octubre, Providencia fue Catia.
¿Y ahora qué?
La primera medida tomada fue eliminar el alza del Metro, luego Piñera hizo otras tantas que, tal vez en cualquier otro país, hubiesen calmado las calles. Mañana todo estará normal, le comenté a Edu, quien me miró con ternura y me contestó: “Esto solo comienza”.
«Reconozco esta falta de visión y le pido perdón a mis compatriotas”, dijo Piñera en la tele. Pero no ha sido suficiente. Las manifestaciones han hecho que hasta las barras de fútbol de los tres principales equipos se unan. Una semana después del caos, fue convocada la “marcha más grande de Chile”. La convocaron todos y nadie al mismo tiempo. Llegaron 1,2 millones de personas, fue la concentración más grande desde el cierre de la campaña del NO en 1988. Aquella vez, el eslogan fue “Chile, llegó la alegría”. 30 años después, el país se vuelve a sumir en protestas.
¿Esta era la alegría de la que hablaban?
¿O acaso nunca llegó lo prometido?
Quizás en la calle están las respuestas.
Por Laura Solórzano Silva | @lausolorzano