Escribir poesía para sobrevivir

Sara Uribe nació en Querétaro, México, en 1978. Su poesía y ensayos la han convertido en una gran referencia de la literatura mexicana contemporánea. Ha publicado los libros Lo que no imaginas (Conarte, 2005), Palabras más palabras menos (IMAC, 2006), Nunca quise detener el tiempo (ITCA, 2008), Goliat (Letras de pasto verde, 2009), Magnitud/e –autoría compartida con Marco Antonio Huerta– (Gusanos de la nada, 2012 / traducción de John Pluecker), Antígona González (2012 y 2014 con Surplus; 2016 en Les Figues Press traducido por John Pluecker; y 2019 con Quinqué Ediciones), Siam (FETA, 2012), I never wanted to stop time (Editorial Medio Siglo, 2015, traducido por Victoria M. Contreras) y Abroche su cinturón mientras esté sentado (Filodecaballos 2017).
Sin perder la estética, en buena parte de su poesía utiliza la denuncia social debido a la violencia que se vive en México. Usa diversos recursos en su escritura para hacer visible esta época convulsa en su país, pues, como ha comentado en varias oportunidades, «escribir es un acto eminentemente político». Gracias a un convenio entre la Embajada de México y la Fundación La Poeteca, Sara Uribe estuvo en Caracas los primeros días de noviembre para mantener una serie de encuentros con el público, para dialogar con poetas venezolanos, hablar sobre poesía mexicana contemporánea y hacer una lectura de su obra poética. Minutos antes del entrañable recital en la sede de La Poeteca –donde pueden consultarse los poemarios Antígona González y Abroche su cinturón mientras esté sentado– con el que se despidió de Venezuela, se realizó esta entrevista.
—¿Cómo vencer el miedo al hacer una denuncia social en la escritura?
La verdad tengo que decir que en el caso de la poesía hay una ventaja y desventaja: la poesía se considera algo inútil, que no tiene peso o fuerza. Los gobiernos o las autoridades difícilmente detendrían o intimidarían en este momento a un poeta que estuviera hablando de violencia. A un poeta no, pero a un periodista sí. ¿Por qué? Porque a la poesía la ven como algo menor que no tiene una veracidad unida a la escritura. Así ven a las palabras de un poeta. En cambio, con los periodistas, yo no sé cómo han hecho para ellos vencer el miedo; para seguir informándonos de cosas terribles a pesar de que México tiene una de las más altas cifras de asesinatos de periodistas. Ese es el valor que yo considero, no porque la poesía no tenga una fuerza igual, sino porque hacia afuera, hacia lo social, no es reconocida como una fuente de verdad. La ven como una representación artística que pierde esa cercanía, en tanto que el periodismo no porque está muy ligado a un posible descubrimiento o desvelamiento de culpables más que nada.
—Justamente quería conversar sobre eso. Hablar sobre esos temas en México es bastante complejo por las persecuciones o asesinatos a periodistas. Entonces, ¿usted no siente amenazada o perseguida por publicar este tipo de textos?
No. La verdad nunca tuve miedo, no sé si por inconsciente o por esta idea de que la poesía no es algo que parezca amenazante a los poderosos. Sin embargo, por un libro anterior a este, que escribí a cuatro manos con otro poeta que se llama Marco Antonio Huerta y que hablaba sobre el magnicidio de un político que ocurrió en Tamaulipas, un candidato que virtualmente iba a ser gobernador y fue emboscado y asesinado, sí recibimos una instrucción de no presentarlo. Nunca presenté mi libro allá –pero porque todavía no existía–, y como yo trabajaba en una institución cultural, no me parecía correcto presentar mi libro en la propia institución.
Este otro libro se iba a presentar en la azotea de un cafecito medio abandonado. Un chico quería hacer eventos culturales en esa azotea sin techos ni paredes donde la gente se reunía a leer y beber alguna cosa. Ahí recibimos la instrucción de que no lo hiciéramos. Como estaba con nosotros un traductor y poeta norteamericano, pues la verdad no se trataba de arriesgar las vidas. Si no hacíamos la lectura, no pasaba nada, y decidimos no hacerla por cuestión de seguridad.
—Este libro es Magnitud/e, ¿correcto?
Es Magnitud/e, correcto.
—Magnitud/e nace a partir del asesinato de Rodolfo Torre Cantú, así como Antígona González lo hace de las fosas de San Fernando en Tamaulipas. En México este tipo de sucesos es bastante recurrente, y a veces resulta complicado elegir uno en específico para denunciarlo al momento de escribir. ¿Cómo usted elige de entre tantos sucesos aquel que considere el más importante o impactante para escribir sobre ello?
Bueno, lo de Antígona González fue un encargo. Que yo haya decidido hacerlo sobre las fosas de San Fernando fue una decisión mía. Esa decisión surgió porque, por cuestiones de trabajo, yo me hallaba en un teatro donde había mucha música festiva y estaba el gobernador, como si no pasara nada, y el lugar donde se descubrieron estas fosas, donde oficialmente se habla de 196 cuerpos –pero sabemos que fueron más, sobre todo de mucha migración centroamericana y suramericana– quedaba a dos horas de la ciudad. Cuando salí de aquel teatro, pensé: «No puedo quedarme callada. No soy una periodista y no puedo hacer esa denuncia desde otro lado, pero sí puedo hacerla desde la poesía». Fue un tema de indignación por la doble invisibilización del hecho, pues no nombrar es también una manera de invisibilizar. De algo tan cercano y tan terrible, te juro que esperaba un pésame para los deudos o un minuto de silencio, algo que nunca pasó.
En el caso del candidato gobernador fue algo que me tocó directamente. Yo había viajado a Ciudad Victoria. Desde Tampico hasta Ciudad Victoria son tres horas de por medio. Estaba a punto de regresarme a mi ciudad cuando ocurrió esto y cerraron la carretera; no hubo forma de regresar. Teníamos una lectura en quince días y platicando con este otro poeta (Marco Antonio Huerta), coincidimos que no podíamos leer nuestros poemas que estuvieran hablando de otra cosa. ¿Cómo íbamos a hacerlo cuando había pasado eso tan terrible?
Creo que en mi caso son hechos que de alguna forma están implicados a mí. No digo que esto tengan que seguirlo todos los demás, pero para mí es la manera en que me ha funcionado o como he decidido tomar esta opción de escritura.

Foto: Prodavinci
—Antígona González es su libro más conocido, más emblemático. Tengo entendido que nació como una propuesta teatral que luego se convirtió en un libro poético.
Este libro comienza como un trabajo por comisión. Hay una actriz y directora teatral que se llama Sandra Muñoz, que vive en Tampico, Tamaulipas –lugar donde yo vivía–, al norte de México, y ella fue a quien en realidad se le ocurrió la idea de este texto. Me buscó y me dijo que le interesaba que yo hiciera una reescritura del mito de Antígona, de Sófocles, pero enmarcada en la situación violenta que en aquel momento vivíamos en Tampico –y que sigue estando presente, pero en aquel entonces llevaba poco tiempo–, que es la guerra contra el narco. Me dio dos premisas: me dijo que quería que la reescribiera en este entorno violento –estaban empezando a ocurrir las desapariciones forzadas, por lo que la figura de Antígona cabía muy bien para describir esta situación–, y me pidió que hiciera mucho énfasis en la necesidad de los familiares que habían perdido un ser querido de recuperar su cuerpo. Ella quería que fuera algo muy corpóreo. Ese fue el germen de esta escritura.
—Y luego de la publicación del libro y la puesta teatral, ¿usted cómo considera que ha generado más contundencia hablar sobre este tema: de forma teatral o de forma poética?
Yo creo que cuando escribí este libro, en realidad no pensaba en publicarlo como libro. Mi intención era escribir el texto para que Sandra lo montara como obra teatral. Eso tuvo una acogida muy importante en todo este tiempo, y es que la población de Tamaulipas no quería hablar de estos temas –lo cual me parecía muy entendible–. Era algo que rehuían, de lo que intentaban no hablar. La intención de Sandra y mía era lo contrario: que la gente tuviera que hablar y pensar en estos temas para no volver invisible la tragedia que estaba ocurriendo. También porque, cuando ocurre una muerte, es necesario que haya un duelo; un luto para sobrellevar el dolor.
Cuando ella [Sandra] hizo esta puesta en escena no fue en el escenario de un teatro, sino en un pasillo detrás del teatro. Una de las cosas que decía la invitación era que, una vez empezada la obra, no podías salirte. Yo no sabía por qué, fue una sorpresa para mí. Era un pasillo muy largo donde cabían unas cinco sillas. Entraban cinco personas, se sentaban y luego les ponían una hilera de sillas enfrente, de modo que no podían salir. Estaban literalmente atrapados. Creo que esa fue una de las recepciones en esa temporada inicial que Sandra hizo que para mí fueron más significativas. Sirvió un poco para que la gente hablara y reflexionara sobre esos temas, y me parece que tuvo su peso como representación. Se ha representado después no sólo con Sandra: otros grupos teatrales la han adaptado. Ahora mismo hay un par de personas en Guadalajara trabajando en otro montaje.
Creo que el texto tiene un peso muy grande en escena, pero también como libro. No podría pensar o decidir cuál es el mayor peso. Cada uno tiene sus características.
—¿Cómo escribir este tipo de poesía sin caer en lo amarillista o lo panfletario?
Fíjate que hoy en la mañana un chico me preguntaba qué consejos le daría al respecto. Él quería escribir canciones para alertar a otros, despertar a otros, pues quería hacerlos conscientes. Yo le dije: «Ya tienes la primera cosa, que es saber por qué quieres escribirlo». Hay muchos libros que tocan el tema de la violencia sin tener necesariamente una intención tan ligada a una conciencia ética. También hay mercado para estos libros. Al año de ocurrir la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa salieron como diez libros. Surgieron como decisión de un pensamiento o discernimiento ético, pero correspondieron a un tema de mercado: es un tema que se vende.
Pienso que lo primero es preguntarnos por qué queremos escribir este tema, qué nos une, qué nos liga, si tenemos o no agencia para hablar de eso y quiénes somos para hacerlo. Por ejemplo, si hubiera que escribir sobre feminicidios y tú eres hombre, tendrías que preguntarte si tú como hombre, que formas parte del grupo más perpetrador, te corresponde hablar de ese tema o más bien le correspondería a una mujer. Son preguntas éticas importantes que deben hacerse antes.
En mi caso esto tiene que ver mucho con contención, con no desbordarse en los detalles. Es mostrar, pero no permitir que se desborde para que no caiga en un tema que el lector no pueda soportar: que sea tan terrible que destroces al lector. De hecho, una alumna que tuve en un taller en la Universidad de El Paso decía que los escritores somos editores del horror. Lo mismo platicaba con Marcela Turati, periodista, sobre qué muestro y cuánto muestro. Si ya se ha mostrado esto en otros reportajes, ¿de qué hablo? Porque la cantidad de lo que le das al lector tendrá un impacto. Es un tema de cantidad y de formas. Esto último es si voy a hablar por los otros o dejar que ellos hablen aquí en mi texto. Soy más de la idea de dejar que los otros hablen, aunque nos digan a veces que no tienen voz o no hay que dársela, pero hay que ir a buscar esa voz para que el poema funja como un canal. Tú pones la canaleta para que corra el agua, y el agua que corre es la voz del otro para que llegue al lector.
—Al escribir este tipo de poesía suele hablarse mucho de los términos «apropiación» y «desapropiación». ¿Hasta qué punto usted considera válido apropiarse de la historia del otro al escribir?
Cuando yo escribí Antígona González estaba muy cercana a esos términos porque mi amigo Marco Antonio Huerta había traducido al español dos ensayos sobre el tema. Ya después me pondría en contacto con las ideas sobre desapropiación de Cristina Rivera Garza. Realmente la crítica que ella hace en su libro Los muertos indóciles me parece muy pertinente, muy necesaria. Una de las lecturas emblemáticas que de alguna forma sirvió como crítica para la apropiación conceptualista –pensando en el conceptualismo literario norteamericano de principios de siglo– fue la que hizo el poeta Kenneth Goldsmith sobre Michael Brown, un estudiante afroamericano muerto a tiros por la policía. Kenneth termina su lectura mostrando una fotografía de los genitales de Michael Brown cuando él es un hombre blanco con una posición acomodada. Entonces las preguntas son ¿quién tiene derecho a apropiarse de qué? ¿Cuándo? ¿Cómo? Como te decía, preguntarnos sobre la ética es muy importante.
Yo estoy más a favor de lo que Cristina Rivera Garza denomina «poética de la desapropiación», que implica hacerse todas esas preguntas de entrada. Es hacer un ejercicio de crítica antes de pensar sobre el tema, abocarse a ello con una noción de trabajo en común, tal como ella toma el concepto del antropólogo Floriberto Díaz: trabajar con otros como se hace en la tierra –considerándose «tierra» como el lenguaje– y, sobre todo, reconociendo las deudas que hay con esos otros; hacer patente que esas palabras que están contigo son de otros. Esa sería mi postura.
—El tipo de poesía que está en sus libros se denomina poesía documental, aunque en ninguno de ellos aparezca este término de forma explícita. ¿Usted considera que hace poesía documental?
Yo creo que sí. En esos momentos no me pregunté nada sobre lo que estaba haciendo, escribía más por una intuición. También en ese tiempo había tomado un taller con Cristina Rivera Garza que se llamaba Ficción histórica desde abajo. Allí trabajamos con documentos históricos. Entonces sí me parece un trabajo de poesía con archivos, con documentos, y que bien podría caer en ese membrete si hubiera que poner uno. Además, a mí me gusta trabajar con esta poesía también llamada investigativa, que no parte nada más de la imaginación o creación del autor, sino que recurre a otros materiales muchas veces no literarios. Ese tipo de trabajo me atrae mucho.
—¿En qué proyecto se encuentra trabajando actualmente?
Dentro de poco, a principios de diciembre, voy a presentar mi próximo libro en la Feria del Libro de Guadalajara. Ese libro lleva por título, casualmente, un verso de la poeta venezolana Miyó Vestrini: Un montón de escritura para nada. Allí planteo una revisión y una crítica sobre las condiciones de producción de escritura en las mujeres en el siglo XXI, sobre lo que está en torno a la escritura y la carrera literaria en cuestión de control, estereotipos y yugos machistas, heteropatriarcales. También cuestiono un poco la naturaleza o las características del trabajo de la escritura. Es un libro con muchas preguntas más que con respuestas.
—¿Qué impresiones le ha dejado la literatura venezolana?
Tuve un encuentro entrañable con grandes poetas como Rafael Cadenas, Yolanda Pantin, Edda Armas… Me pareció de mucho aprendizaje escuchar de viva voz de estos poetas que viven acá cómo han hecho del ejercicio de su poesía un ejercicio de resistencia desde la palabra y el lenguaje, un ejercicio hacia la esperanza y a la fuerza de seguir en pie. Eso me nutrió muchísimo, de verdad. Yo agradezco infinitamente a La Poeteca, quienes han hecho posible que yo venga a acá a escuchar poesía venezolana, a conocer qué es lo que está ocurriendo, a situarme en una ciudad que tiene mucho en común con la ciudad donde yo viví: [Tamaulipas]. Una ciudad hermosa, llena de verdor y de contrastes, pero también de gente que sigue en pie, que apuesta por seguir reescribiendo el futuro.
—¿Y qué es lo más le ha gustado de Venezuela?
La comida. He probado las arepas –yo sólo había comido una arepa en Quito y tengo que decir que no era igual–, las cachapas, estos «deditos» con queso adentro…
—Tequeños…
Tequeños. Y lo que más me encantó es donde remojan los tequeños, que es el papelón. A mí me gusta mucho mezclar los sabores dulces con los sabores salados, y lo que he probado de la gastronomía venezolana es muy rico. Pero más allá de eso, creo que el poder compartir en torno a una comida, con diálogos y críticas que tienen que ver con la situación en la que se encuentra el país –específicamente con el tema alimentario–, de alguna manera complementa las cosas que hace uno en Venezuela. Uno viene a conocer gente pujante, que está intentando hacer las cosas con mucha fuerza, pero que todo el tiempo está muy consciente de todo lo que tiene que librar y aun así mantiene un buen ánimo. Eso me ha llenado el alma y el corazón como no tienes idea.
—¿Qué ha significado para usted leer y escribir poesía?
Para mí, leer y escribir poesía ha significado poder sobrevivir; poder salvarme. Tengo una historia de vida que incluye el tema de la orfandad –quedé huérfana muy chica– y realmente no hubo tutores o padres que me explicaran la vida, sino que yo aprendí de la vida a través de los libros. Justo me parece muy entrañable estar en una situación difícil y pensar en tener esperanza, porque cuando yo era adolescente pasé momentos difíciles, como hambre o descuido de los adultos.
Cuando yo quería ser escritora me parecía la cosa más imposible del mundo: no tenía dinero para irme a otra ciudad a estudiar –en mi ciudad no había la carrera–. Todo el mundo me decía que si yo fuera realmente inteligente no estudiaría algo que no me daría de comer. Sin embargo, creo que fue la literatura con todas estas historias que leí de Julio Verne o Emilio Salgari lo que me salvó. Los personajes siempre estaban en situaciones insalvables, a punto de ser atrapados y siempre había una ruta de escape. Sobre todo, pienso en ese mundo de El conde de Montecristo, cuya lectura tanto marcó mi infancia; en siempre hallar un momento para cobrar fuerzas y salir adelante. La literatura para mí es mi vida, es haber logrado llegar donde he llegado ahora y seguir intentando encontrar sentido a un mundo tan convulso y tan violento.
—Por último, ¿por qué escribir poesía y no otro género literario?
Yo empecé escribiendo narrativa. Me gustaban mucho las historias de detectives como Sherlock Holmes, de Arthur Conan Doyle. Lo amaba, aunque me daba mucho miedo. Eran historias de detectives malas, tengo que decirlo. También leí una novela mexicana muy buena llamada El complot mongol, de Rafael Bernal. Pero creo que cuando leí a un poeta que se llama José Carlos Becerra y descubrí un verso que dice «cada palabra es una lámpara encendida / para verte cuando tú no estás», entendí que desde la poesía yo podía convocar todo lo que no estaba presente. Como te dije, por haber tenido el aspecto de la orfandad en mi infancia yo quería regresar mediante el lenguaje.
Tengo un libro en el que escribí sobre la muerte de mi madre, y tengo otro que se titula Nunca quise detener el tiempo. Yo digo que ese título es una mentira porque, al contrario, yo siempre quise detener o regresar el tiempo. Creo que esa misma visión me ha seguido hasta ahora: a través del lenguaje uno puede imaginar lo que no es real, y en ese ejercicio de imaginar futuros posibles me parece que radica también el tema de la esperanza. Para mí, escribir y leer son las únicas formas que tengo para entender y vivir la vida.
Por Yéiber Román | @romanyeiber