#DomingosDeFicción: Conservas en la arena

I
Un muchacho camina por la playa intentando vender unas conservas de coco que, bajo el sol inclemente del mediodía costeño, han perdido su consistencia original. Se cubre con una franela de mangas largas que retarda el efecto abrasador de los rayos ultravioleta. Ha aprendido a equilibrar la enorme bandeja sin que ninguna pieza de mercancía toque la arena, mientras hace visera con la mano libre para ubicar con agilidad de predador a los clientes potenciales.
A lo lejos ve un toldo enorme que se levanta orgulloso en medio de sombrillas modestas, dobladas ante los embates del viento. Al acercarse a la tienda de campaña encuentra a una familia de cuatro: los padres, la muchacha, el chico. De inmediato deduce que el muchacho tiene que ser el novio de la chica; su color de piel lo delata. Lo delatan también sus formas recatadas al momento de tomar uno de los sánduches del bolso que tiene a sus pies, a la hora de servirse un vaso de ron con Coca-Cola. Manipula todo como si nada le perteneciera, incluida su novia, que lo busca con ojos brillantes e insistentes.
El chico del toldo, que no debe distar mucho en edad del vendedor de conservas, nota la presencia del joven comerciante antes que los demás, todos absortos en lecturas y ensoñaciones. El muchacho le regala una sonrisa hermosa, intrigante, una de esas sonrisas que guardan invitaciones. El vendedor, de forma instintiva, da un paso atrás. La vida le ha enseñado que esas sonrisas no siempre vienen acompañadas con cosas positivas. Saluda de forma tímida con la mano libre, pero antes de poder escapar los otros tres se han percatado de su existencia y lo están llamando para preguntarle sobre precios y variedad.
Durante toda la transacción el del toldo no le quita los ojos de encima. Lo examina, lo escanea, detalla con precisión clínica todos los desniveles de su superficie. Puede notar los ojos recorriéndolo, como si se tratara de un par de dedos que lo acarician con delicadeza y provocación. Antes de poder irse, el muchacho del toldo le pide que les tome una foto. El vendedor toma el teléfono, da unos pasos hacia atrás, y hace el retrato. Es una fotografía feliz, de esas que se ven en postales y perfiles de Facebook. Los ojos lascivos no están en la foto. Parecen dedicados exclusivamente para él.
Cuando le devuelve el celular a su dueño, el muchacho del toldo le acaricia levemente la mano. Un gesto innecesario, pero bien recibido. El vendedor de conservas vuelve a hacer equilibrio con su bandeja, visera con la mano libre y sigue caminando. Su corazón late con fuerza mientras recuerda los ojos del otro chico, ojos que, está seguro, seguirán sus pasos hasta que desaparezca en el horizonte.
II
Siempre vuelve a su casa caminando cuando comienza a oscurecer. Detesta las puestas de sol. Su belleza le asquea y le hace pensar en tardes felices que nunca tuvo de niño. Le hace pensar en la inminencia de los peligros de la noche. Aunque ahora pasa la mayor parte de las noches a solas, los fantasmas de aquellos monstruos que preferían subirse a su cama a vivir debajo de ella siguen merodeando por allí.
Todavía a unos metros del pueblo se encuentra con una escenografía poco común: patrullas de la policía (es muy raro cuando, en esos predios, se habla de patrullas, en plural); agentes desviando el tráfico, tomando declaraciones, haciendo experticias; varias ambulancias iluminando la vía con sus ominosas luces; algunos reporteros intentando conseguir una imagen, una declaración, un rumor, cualquier cosa.
Camina con cautela, siguiendo la vía de los curiosos que han salido de sus casas para husmear en el desastre. Un automóvil yace en el medio de la carretera, con múltiples hoyos en la carrocería por donde, supone, han entrado balas. Junto al carro, tres cuerpos debidamente cubiertos con sábanas blancas están prestos a ser levantados e introducidos en una de las ambulancias que esperan a una distancia prudencial.
En otra de las ambulancias logra ver cómo atienden a un muchacho: el mismo del toldo. Parece un poco confundido, aturdido, pero no muestra ninguna señal de heridas físicas más allá de algunos raspones en los brazos. Verlo tan desamparado lo hace congelarse frente a la ambulancia. Se queda allí, en silencio, esperando que no lo note, pero a la vez queriendo gritarle a todo pulmón. Se queda allí parado mientras escucha cómo un oficial de policía le pregunta si tiene algún sitio donde pasar la noche, con quién quedarse. El chico del toldo cruza miradas con el vendedor de conservas y asiente lentamente ante la pregunta del oficial de policía.
El corazón del vendedor vuelve a latir desbocado, mientras reconoce una vez más el ímpetu y la fuerza de aquella mirada.

Ilustración de Ivanna Balzán
III
Se aman con una pasión que coquetea con la violencia. Tan solo atravesar la puerta de la pequeña casa se arrancan la ropa, dejándola hecha girones en el suelo. A empujones se abren paso hasta la habitación, donde se dan besos que parecen dentellazos. Se buscan con avidez, como si tuvieran hambre uno del otro. Las caricias caen en sus cuerpos como zarpazos. Aúllan como bestias, mientras se entregan a un éxtasis que parecieran no haber experimentado jamás.
Luego del fragor de aquella batalla, arropados por la confianza que da la oscuridad, se permiten intercambiar algunas palabras mientras permanecen abrazados. El chico del toldo se llama Tomás, según dice. El vendedor de conservas dice su nombre tan bajo que ni siquiera él mismo logra escucharlo y, de golpe, pareciera olvidarlo. Ninguno le da importancia. Tomás inicia un monólogo que comienza como una retahíla de anécdotas desvinculadas. El muchacho de las conservas no le presta mucha atención al principio, tan solo le gusta el tono de su voz, la forma como las palabras que salen de su garganta raspan el aire y lo hacen irregular a su alrededor.
De pronto, la voz grave y corrugada de Tomás se quiebra. Los débiles sollozos dan paso a un llanto incontenible, como si se hubiera desparramado un chaparrón de lágrimas sobre aquella cama. Las frases se vuelven aún más inconexas. Habla de sacrificios, de bienes mayores, de objetivos que debe cumplir, de metas por alcanzar. Menciona muchas veces la palabra culpa y parece elevar peticiones de perdón a un ser mayor cuyo nombre el chico de las conservas no logra comprender del todo. Como si fuese un cliché encarnado, Tomás llora hasta quedarse dormido y su anfitrión lo observa por horas que se muestran interminables.
IV
El televisor le muestra una cara conocida, unos labios que tuvo la dicha de besar en algún momento. Tomás, con un nombre diferente y un semblante nada parecido a la fiereza que demostró en su habitación, habla a las cámaras desde algún evento en el medio de alguna calle de la capital. Habla de la inseguridad en el país, de cómo el hampa destruye familias. Habla con firmeza y determinación, haciendo exagerados movimientos con las manos, utilizando palabras que, según los expertos, ayudan a ganar elecciones. Tiene una franela blanca, horrible, con una foto estampada en el pecho. Una foto de cuatro personas sonrientes en la playa.
La foto que él tomó.
Bajo la imagen se lee una inscripción de mal gusto. Algo como “prohibido olvidar” u otra cosa parecida, de esas que suenan a eslogan de campaña política. El corazón del chico de las conservas vuelve a latir con fuerza, pero esta vez no es con emoción, sino con miedo. Mucho miedo. Algunas de las frases que Tomás pronunció aquella noche vuelven a su cerebro y, ahora hiladas por el discurso que da ante los medios de comunicación, comienzan a tener mucho más sentido.
Cambia de canal, como si el solo hecho de estar observando esa escena fuese un acto incriminatorio.
V
No deja de ver la cara de Tomás en todas partes: en la televisión, en sus sueños, en las personas que le compran conservas en la playa. Muy tarde, como si tuviera miedo de que alguien se enterara, sintoniza programas de política y opinión para saber un poco más del personaje. Joven abogado en ascenso, dirigente político desde sus días en la universidad, interesado por el bien de la comunidad, respetado profesional en distintos círculos. Más recientemente agregado a su currículum: Mártir de la República. Fue el único sobreviviente del horrible crimen en que murieron su novia y sus suegros. Se iban a casar el mes siguiente. Su carrera política despegó de forma considerable cuando asumió su tragedia como bandera para denunciar los males de la sociedad creada por el gobierno actual. Sus números son envidiables. No hay dudas de que será el nuevo alcalde (el más joven en muchos años) y, desde ya, se convierte en una figura sólida de cara a la presidencia.
El chico de las conservas siente los latidos de su corazón en cada parte de su cuerpo. Se decide por fin. Espera a que muestren en la pantalla los números telefónicos de contacto del programa que está viendo. Toma su celular, desvencijado y apenas funcional, y marca los números con mucha imprecisión; sus manos tiemblan sin control.
–¿Aló? Sí. Quisiera dar unas declaraciones sobre el candidato del que están hablando esta noche. Sí. Preferiría que fuera en persona. Me parece que es muy delicado de hablar por teléfono. Sí. Gracias.
Guarda el teléfono bajo el colchón, como cuando de niño escondía bajo la cama los juguetes que se encontraba en la playa.
VI
El primer golpe lo recibe tan pronto abre la puerta de su casa. Un calor casi acogedor le abrasa la parte derecha de su cabeza y luego, tras cada nuevo embate de esas fieras que se abalanzan sobre él, el calor se extiende por todo su cuerpo. De niño había logrado encontrar un espacio particular de su mente donde el dolor ya no podía alcanzarlo; era necesario tener un lugar así.
Se trata de un recuerdo. Él, sentado en la arena a orillas de la playa. Su madre, a su lado, acariciándole el cabello de forma despreocupada mientras se pierde en el sonido de las olas. Él le pregunta a su madre si todos los hombres son malos. Ella lo ve, sonríe y le dice “tú no lo eres, ¿cierto?”. Es el momento más feliz de su vida.
La playa desaparece y una oscuridad parece haberle cegado la vista. En la boca encuentra los sabores de la sangre, el barro y el miedo. Forman una amalgama casi perfecta, sazonada con el rancio gusto que le da un par de medias que, seguramente, han utilizado para amortiguar unos gritos de dolor que jamás aparecieron.
Le toma unos minutos lograr ponerse en pie –todo su cuerpo le reclama su ausencia y se dispone a hacerle sentir aquello de lo que intentó escaparse– y le toma otro tanto poder ubicarse. No tan lejos se escuchan los automóviles pasar a velocidad prudente por la carretera oscura y llena de imperfecciones en su superficie. Camina hacia el sonido, con una cojera que no tenía antes del encuentro con los matones. Unos matones sin rostro y sin voz.
VII
Hace visera con la mano para cubrirse del sol y poder observar con claridad a los clientes potenciales. El movimiento aún hace que su hombro se resienta. A pesar de que han pasado unos cuantos días desde que despertó en el medio de la nada, todavía las secuelas hacen acto de presencia de tanto en tanto, como para recordarle lo que puede traer como consecuencia su osadía.
Escucha uno de los gritos habituales con los que llaman su atención: “¡Conserva!”. Gira y las piernas coquetean con la posibilidad de dejarlo caer al suelo. Tomás lo está llamando con una sonrisa amplia y provocativa. Cerca de él, un grupo de personas con porte de gente importante habla de forma despreocupada. Un tipo considerablemente más grande que los demás le hace una seña para que no se acerque más de lo debido. Sabe quién es ese. Aunque la última vez no pudo verlo ni escucharlo, sabe quién es. Sabe que su vida estuvo, no hace mucho, en manos de aquel gorila.
Tomás llama la atención de sus compañeros. Todos piden conservas. Alguien exclama “¡el alcalde invita!”. Se ríen. El chico se mantiene como un espectador, apenas capaz de concentrarse en respirar. Quiere correr, pero su cuerpo no está de su lado en ese momento. Intenta irse al recuerdo de su madre en la playa, pero Tomás lo trae de regreso con una pregunta: “¿Nos puedes tomar una foto?”.
El chico captura la imagen del grupo sonriente. Devuelve el teléfono a su dueño. Recibe una caricia en la mano que ya ha recibido antes.
–¿Estás bien? –pregunta Tomás, en un tono de voz íntimo, para ellos dos.
El chico asiente con lentitud. Ese simple movimiento lo marea. Quiere vomitar. Da un par de pasos hacia atrás, sin perder de vista a Tomás y a su matón. Luego se gira y empieza a caminar en dirección contraria por la que llegó, sin dejar de voltear de vez en cuando para constatar que aquellos dos demonios no lo siguen.
Tomás le hace señas desde la distancia.
Ha dejado la bandeja de conservas.
Por César Aramís Contreras | @CesarAramis