#DomingosDeFicción: Resquicio de una puñalada

“Lanzarme, lanzarme al vacío con gusto y sin miedo. Si tenemos suerte, corazón, allí, por fin, estaremos”.
—Alejandro Rebolledo
Caracas es una olla burbujeante, una mezcla de jugos asquerosos, de vísceras y sesos desparramados en una sola mezcolanza. Cada burbuja que brota de la olla se compagina con las demás, se regresa y abstrae, surge y se reproduce, choca, colisiona y crea caos entre las pequeñas y diminutas gotas que salen en la explosión de cada una. Y en esa olla nos encontrábamos todos esos carajos: jóvenes, con ansias de más, de raspar la realidad y sacar su mayor substancia sea en forma de marihuana, perico, pepas o alcohol. Ninguno encontraba a qué atenerse. No se veía más en estas calles que un llanto perenne que nunca logró apaciguarse y que llenaba las mejillas de sucio y de una sangre negra.
Los tres: Feliciano, mejor conocido en el bajo mundo de los acabatrapo universitarios como Felicito. Siempre sonriente, con ojos rojos y un desapego insospechado. Cristina, una caraja que acababa de entrar a la universidad y venía de un colegio caro –de esos que quedan por Prados del Este–, con pinta de hippie, vegana, animalista y toda esa mierda que funciona para enmascarar sus verdaderas ganas de comerse una hamburguesa grasienta mientras asesina al negro que la robó la semana pasada; y, después, estaba yo: un carajo que no sabía qué coño hacer con su vida, que pasó su etapa escolar entre malandros, negritos caracortada, botellas de anís, el azar y una curiosidad indetenible por el vicio. Puro desechable, se podría decir, de esos que salen cada día de las madrigueras de las humanidades, que han leído uno que otro libro y creen poder analizar toda esta vaina, buscarle sentido a lo que ocurre, poner palabras enmarañadas para descifrar los enigmas que se esconden en el caudal del Guaire.
Los tres caminando por Sabana Grande un viernes como a las siete de la noche, directo al Callejón de la puñalada a tomarnos unas cuantas birras y hablar mientras escuchamos a Sid Vicious y veíamos en un televisor gigante 20 culos rebotando, realizando un eco, un sonido sordo. El Callejón de la puñalada es el sitio predilecto para descifrar a Caracas: es un desagüe donde todos los restos de la ciudad confluyen. Putas, travestis, punketos, skin heads negros, raperos, piedreros, indigentes, periqueros, hippies, rastas, malandros, dealers, todos ellos, todos esos seres indeseados, se encuentran para crear algo ilógico, para entenderse, para, quizá, demostrar en el humo, en la carne, en una puñalada en la esquina o una mamada de güevo detrás de un carro lo que es Caracas; no lo que significa, no lo que vive, no lo que se cree de ella, sino lo que verdaderamente brota. Atrás quedó la bohemia, los intentos de poeta, los desahuciados escritores que morían noche tras noche en una tagüara llena de boleros y, coño, quedó esto.
Cristina me llama y dice, “marico, dónde coño nos estamos metiendo”, con ese tono sifrino que hiede a carajita del Cafetal a leguas. Hace poco la conocí, siempre habíamos sido Felicito y yo. Desde el liceo ese bicho siempre fue muy tostado. Sus padres estaban separados y nadie le paraba bolas. Pasaba de una casa a otra, de manos de su madre fumadora de consul a su padre empresario: uno de esos carajos que se han quemado el culo toda su vida tras un escritorio y creen que la vida se basa en la capacidad que tiene su silla para reclinarse, que despotricaron sus pocos sueños y los guardaron en la basura. Soñar no sirve pa´ un coño, dicen, y menos en esta ciudad. Tú lo que tienes que hacer es producir, carajito, dejarte de mariqueras y buscarte un trabajo.
Pero qué linda es esa coñoemadre; su piel blanca, imposible de manchar, donde cada dedo deja una marca, una huella rosada que se mantiene estática hasta que vuelve a retocarse; es un lienzo que se traga todos los colores. Su delirio hippie, su acentico sifrino, su iPhone que guarda el olor de sus tetas o su cuquita, sus falditas de flores, sus camisitas maricas con estampados raros, su iPod lleno de música indie, toda esa mierda que a mí no me interesaba ahora me parece hermoso. Entonces le digo, “tranquila, chama, que aquí no pasa nada. Todos esos bichos son panas de Felicito. Ese mamagüevo cuando se creía patinetero, graffitero, rapero y toda esa mierda conoció a todos los locos que rondan por esta vaina”. Me escucha aún con miedo, con el teléfono cada vez más cerca de su clítoris. Maldita sea, quien fuera ese teléfono.
“ESO, RATA”
“Nojoda, mamagüevo, qué ladilla con esta carajita. Yo estoy claro que te la quieres coger pero dile que deje la mariquera que estos bichos son como perros hambrientos que huelen su perfume de flores, su hedor a bichitasifrina”, le digo a Ricardo. A ese marico lo conocí en el liceo, era el Ricki del pueblo. Recuerdo la primera vez que lo vi: pequeño, pelo larguito, sifrinito, callado y con una mirada perdida. Qué buenos tiempos, ¿no? No había nada de qué preocuparse, no existía nada más que tus panas, que la sensación de probar tu primer joint, el cigarrito encaletao en la cartera, una colonia barata en el bolso para enmascarar el olor a Astor, perseguir a los culitos, a las carajitas en pleno desarrollo con unas tetas en crecimiento, con unas nalgas que empezaban a agarrar forma y una cuquita de paquete, sin utilizar, rosadita y bella. Ya nada es como antes. Todo ahora es un peo: que si esto, que lo dijo el gobierno, que cerraron tal periódico, que la vaina, que la güevonada, que no hay comida en la casa, que eres un mantenido, que tus padres te quieren botar pero saben que terminarás siendo un junkie criollo: pelando bolas e inventando un sida, una vaina loca, para pedir plata en el Metro. Y no es por mí, yo nunca quise ser así, yo quiero ser alguien. Por lo menos entré en la universidad, una mierda que nunca funciona pero ahí estoy, buscando hacer algo con esas clases de filosofía. Pero qué coño, que todos esos mamagüevos se jodan. Puras palabras inventadas que intentan explicar esto a lo lejos, desde la comodidad de un escritorio y un cenicero. Pero ninguno ve esto, ninguno vio a una puta con el güevo guindando bajo sus pantaletas, a un piedrero luchando por la última calada, y, coño, esto es lo que ocurre, esto es lo que nos pasa.
“Pero mira quién está aquí, el mamagüevito con mas flow y la mejor weed de La Bombilla”, el mismo, el bicho pesado de todo este callejón, El Maelo. Lo conocí en mis tiempos de grafitero por Caracas. El bicho viene de un barrio en Petare y desde pequeño siempre le tocó salir a pelear, a buscar su comida en la calle, a herir por un arepa o por un par de zapatos. Chavista el coñoemadre. Decía, “menor, con Chávez esto no pasaba. Él sí fue el verdadero hombre del pueblo. Mírame a mí: cuando era carajito no tenía nada, el marido de mi mamá me botó a coñazos de la casa y me tocó salir a rebuscármela y ahora soy el pran de toda esta mierda, el güevo de oro de estas putas, un colectivo de los pesados e intocable. Todo por Chávez”. Eso fue Chávez, para bien o para mal, fue el hedor, el humo que sacó a todas las cucarachas que vivían bajo la alfombra, adueñadas de una oscuridad que no se veía, que nadie notaba y que sólo era tratada con un suspiro de lástima. Pero, bueno, ahora el poder es de ellos, de los desagües, de las ratas y las cucarachas. Qué mierda tan peligrosa. Todos llegaron con el resentimiento, con el recuerdo de su pobreza, con la idea de hundir a aquellos que vivían mejor y esto fue lo que quedó. Mierda, qué daño me han hecho esas clasecitas maricas, ahora no puedo ni comprar droguita relajao. “Mira, Maelo, dame un cripitin ahí, pa’ los panas”, para terminar esta conversación y la repetición de la palabra Chávez que retumba en la pata de la oreja y me hace recordar, maldita sea, que en la casa no hay comida. “Pendiente por ahí, mariquito, que la calle hoy está candela”.
¿Qué coño se hizo el mamagüevo de Ricki?, seguro se fue con la jevita por ahí, pendiente de que los maten por andar solos a esta hora.
“MARICO, QUÉ HAGO AQUÍ”
Salí de mi casa en Los Naranjos, con unas medias pantys negras y rotas, falda vinotinto y botas. Espero el metrobús que me deja en Chacaito para ir a la universidad. Hoy es viernes. Hoy quiero hacer algo distinto. Estoy cansada de los carajitos sifrinos y sus interminables anécdotas, fastidiosas y falsas, sobre viajes a Europa o a Estados Unidos. Ya sé que todos se van. Ya sé que yo también me iré. Pero hoy no quiero pensar en eso, hoy quiero saber que estoy aquí ahogándome en esta mierda.
Después de muchas horas, un joint, y caminatas eternas por el pasillo intermedio de la universidad me encontré con Ricardo. Qué ganas le tengo. Cada vez que lo veo, el güevo se le nota en el pantalón, reluciendo como una luz que pide ser apagada, como el agua que pide ser trancada bajo una represa que la distribuye en lugares inesperados. Hablamos y él me cuenta que se va a encontrar con un tal Felicito, que es un pana de toda la vida, para beberse unas birras. Me invita, me insiste, quiere que yo vaya con él y no puedo dejar de ver esa forma fálica que grita a través de su cierre. Claro que quiero ir. Quiero tirar. Quiero drogarme. Quiero vivir. Quiero morir. Quizá me maten, quizá me apuñalen, quizá algo ocurra. Pero quiero que ocurra.
Salimos de la universidad mientras Felicito está en Sabana Grande, dice él. Metro, transferencia, turrones a 300, chupetas a 250, malandros, mendigos con sida, con una bolsa guindando de su torso, una señora que pide para comer, un niño que canta porque no ha comido. Las noches son inhóspitas en esta ciudad, solitarias y arrebatadas con una melancolía de pasos anteriores, restos de época que nunca llegaron a construirse y se sometieron al olvido. Caracas es una vaina rara. Ese porro me llegó, me siento invencible. Llegamos a Sabana Grande. “Que lo que, mamagüevito”, exclama Felicito al ver a Ricardo. “Aquí tengo un vara, armadita, bonita, lista pa´ sacarle dos”. A Ricardo le brillan los ojos. Lo enciende mientras caminamos por el boulevard. “Ese es el viejo Ricki. ¿Y tú, mami, no quieres?”. De bolas. Dos caladas, una tosida resguardada bajo mi chaqueta, un traguito de agua y estoy lista para cogerme o ser cogida por esta ciudad. Muchos rostros rasgados, aruñados y cicatrizados; expresiones sucias que se cuelan por los huecos de mi falda. Qué vaina es esta. ¿Callejón de la puñalada? Mierda. Qué hago aquí. Aquí nadie habla de irse, de sus planes, de sus trámites, de Chile o Argentina. Nadie habla de eso. Aquí se habla del ahora, del presente, de la droga que venden, de los teléfonos robados, de los tiros que se transforman en heridas de batalla. Algún punketo grita algo. Quizá quiere más perico. Un travesti se arregla el güevo apretujado bajo sus shores plateados. Felicito saluda y Ricardo se resguarda tras su sombra. Me siento sola, empujada a un hueco donde las miradas me apuñalan, pero todo eso se desvanece al sentir la mano de Ricardo sobre la mía. Me desea, yo lo sé.
Hoy me lo cogeré.

Ilustración Ivanna Balzán
CAPITULO II
Ricardo deja solo a Felicito, mientras este le compra unos tres gramos a El Maelo. Se va de la mano por los recónditos huecos del callejón con Cristina. Los dos se miran momentáneamente, logrando divisar bajos sus pupilas dilatadas y ojos rojos un beso que piden a gritos. “Un coñoemadre”, piensa. La sujeta, la jala, exhala el humo del cigarrillo resguardado en sus pulmones y la besa. La Caracas estática desaparece y todo se mueve rápido, las putas pasan a nuestro alrededor, los malandros y los drogadictos, todos ellos se transforman en formas cinéticas que corren y corren hasta transformarse en rastros, en restos de imagen, en un vaivén borroso. Cristina crea intervalos en el beso para esbozar una leve sonrisa, abrir los ojos y ver a Ricardo. Le encanta. Se siente en París, no en Caracas. No ve a los indigentes, ni el mugre. Solo ve ese rostro sereno al cual quiere seguir besando. Se detienen, ella termina de fumar su cigarrillo y Ricardo pregunta: “¿Dónde coño anda Felicito?”.
“Mira, convive, y lo que me debías del viernes pasado. Págame esa mierda ya”, le grita desaforado El Maelo a Felicito. Este se encuentra demasiado drogado para responder rápidamente: dos pastillas de Xanax, tres porros y un pase de perico que solo ardió sin cesar sus narices pero que no llegó a despertar su cerebro. Esta tardanza, esta casi indecisa manera de responder, hace molestar al vendedor, al invencible colectivo. “Coño, mamagüevo, tú eres panita y todo pero negocios son negocios. ¿Dónde está mi plata?”, recalca El Maelo mientras se acerca hacia el rostro de Felicito. “Mi pana, Maelo, no lo tengo. No tengo plata. No tengo nada”, responde este indiferente y estático. Cada palabra que salía de su boca se divisaba eterna en la realidad, extensa, con un sonido que calaba entre cada ladrillo y cada partícula de asfalto. Felicito no tenía dominio de nada. “Coño, mamagüevo, te había dicho que me pagarás hoy. Coño”.
Cristina y Ricardo después de ese beso salieron del Callejón. Felicito no llegaba. Nada más pasaba. “Vámonos de esta mierda”, dice Ricardo mientras la agarra de la mano y se dedica a caminar por el boulevard en busca de un hotel. Nada bueno se puede encontrar por ahí. Quizá una pensión, un matadero de media noche, donde duermen los indigentes que lograron reunir lo del día. Pero nada de eso importa en ese momento, todo se reduce a su deseo. Caminan rápido, sin establecer miradas concretas con nadie, sin realizar ningún acercamiento, con un cigarrillo en sus manos.
Al llegar a Plaza Venezuela encuentran un hotel con dos estrellas en su entrada –una prendida y la otra apagada–, un nombre en inglés mezclado con un neologismo venezolano. “Vente. No quiero caminar más”, le dice Cristina, decidida a desfallecer entre las sabanas amarillas y llenas de semen seco. En la recepción hay un señor, de unos 50 años, que los atiende. “Habitación 24”. En los escalones de la entrada un piedrero se queda viendo las nalgas de Cristina mientras se dispone a inyectarse por tercera vez esa noche. “Qué rica, mami”. Suben rápido, dejando en cada piso un vestigio de putas lamiendo los genitales de algún extraño, de drogadictos llenos de perico, ron barato y mucha heroína. “Esta es. Entremos”. Primero pasa Cristina y se dirige a la ventana, mientras Ricardo cierra la puerta con llave. A ella le gusta la vista, le gusta ver Caracas desde lo alto, desde los sitios periféricos donde no se escucha, donde está subordinada a un silencio interrumpido, aleatoriamente, por detonaciones. Pero es bonita; es una mujer con sida, pero bonita. Si no supieras de su enfermedad te atreverías a besarla, a hundir tu cara en su sexo descarrilado. Te cogerías una y otra vez a Caracas.
Se sentaron los dos en la cama, pensando en ese beso, todavía nerviosos. Ricardo saca de su chaqueta un porro y se dedica a fumar y a desacelerar otra vez todo. Cristina hace lo mismo. Queda un residuo y lo dejan en la mesa de noche. Ahora todo se ve distinto, los nervios momentáneos se esfumaron, Caracas se vuelve a ver linda y estática. Ricardo empieza a besar a Cristina, mientras ella se dedica a hacerse una con el estupor, resguardando un gemido que pronto saldrá para decir que todo estaba bien, que nada ocurría, que el mundo seguía rodando. Dentro de esas sabanas amarillas, Ricardo y Cristina lograron despojarse de cualquier objeto que los arropara, que los hiciera sentir fuera de su propia existencia corporal. En esa cama rechinadora solo existen sus cuerpos sudorosos, siendo partes de una inigualable mezcla de carne y fluidos. Sus ojos no se abren por horas, o así lo sienten ellos. Los dedos rozagantes que rasgan sus pieles, como garras que buscan desmarañar todo aquello que sea superfluo y dejar, simplemente, lo nuclear del cuerpo. “Te amo”, piensa Ricardo.
Mientras tanto, en el Callejón, Felicito sigue siendo injuriado por El Maelo. Todo se torna gris y melancólico, aunque nadie nota lo que ocurre, nadie escucha los gritos del dealer, ni las suplicas del estudiante drogadicto. Nadie. Todo el mundo está en su propia peregrinación, en su propio caminar por estas calles. “Ya me tienes harto, carajito. ¿Sientes que me puedes venir a joder? ¿Sientes que seguimos siendo los de abajo, los explotados que nunca alzaron la cabeza? Un coñoemadre vale. Ahora yo soy el que manda y tú, carajito, me tienes que respetar. Yo soy intocable, oíste”, repite El Maelo escupiendo pequeñas gotas de saliva en el rostro de Felicito. “Coño, pana, deja ya esa mamagüevada chavista. Simplemente no tengo la plata”. Feliciano se siente invencible, que puede correr un maratón o disparar contra los alemanes en la Segunda Guerra. “Que se jodan todos. Malditos todos”. El Maelo se exaspera con su respuesta, saca la pistola y lo apunta: “¿Qué coño te crees tú, mamagüevo? Si quiero te puedo quebrar ahorita mismo y nadie te vendría a buscar. No eres nadie y serás un piedrero más muerto en el Callejón de la Puñalada”. Felicito se mantiene inherente, estático ante los gritos, ante el cañón que roza su frente. “A la mierda todo. Malditos todos”. Un sonido orgásmico brota del arma, una detonación que rompe con el silencio a la par del gemido de Cristina. Ricardo y ella vuelan en la habitación, hilando puentes entre sus dedos, creando un acuerdo entre sus sexos, donde la lujuria se transforma en un amor loco. Un amor que puede morir mañana pero hoy está vivo, hoy crea todo, hoy se rehace entre sus huesudas espaldas y sus fecundas mejillas. Él vuelve a nacer dentro de su vientre, ella siente todo el peso del deseo dentro de su cuerpo. Son uno. No existe Caracas, no existe la muerte, no existe el llanto ni los quejidos. Son ellos. El orgasmo llega al mismo tiempo: el arma eyacula tres veces sobre el rostro de Felicito; y Ricardo, sobre la vagina de Cristina. El arma deja una pequeña nube de humo. Cristina, sentada al lado de Ricardo e hilvanando sus piernas con las de él, exhala el humo de un cigarrillo. El amor y la muerte, quizás, son la misma cosa.
“¿Qué coño pasaría con Felicito?”, piensa Ricardo mientras besa las tetas de Cristina.
Por José Miguel Ferrer | @jmigueferrer