Puentes musicales

Tengo una lista de reproducción exclusiva “para cuando hay gente en la casa”. Hay un mix de Spotify de bandas de rock venezolanas que uso cuando mi novia y yo queremos escuchar algo que nos guste a ambos (tarea difícil). Tengo una lista de funk para escuchar mientras trabajo y no levantar ninguna alerta en la oficina. A veces vuelvo también a una lista de reproducción de salsa brava que usaba para musicalizar las reuniones familiares en mi casa de Caracas.
Con el tiempo fui entendiendo que era un asunto de equilibrio. Para mí siempre ha sido importante encontrar mi propia identidad musical, pero también es clave para mí poder establecer puentes sonoros con los demás, acordar puntos de encuentro donde tengamos la oportunidad de compartir una experiencia placentera en común.
En la preadolescencia no tenía mucha consciencia de esta posibilidad de negociar sin necesidad de comprometer la propia imagen. Era el tipo que llegaba al salón de clases recitando letras de canciones en japonés o alemán mal pronunciado, con cierta adrenalina, con cierta sensación de estar jugando en los límites de lo que estaba permitido para lo que se esperaba de un hombre negro que hacía vida en un colegio subsidiado del oeste de Caracas. Tenía suerte de contar con unos amigos que me daban espacio para explorar mis intereses musicales sin ser juzgado, pero comenzaba a quedar relegado a los márgenes de la actualización y de las conversaciones más frescas (sin sumar que crecí sin televisión por cable, pero eso merece su propia historia).
Coqueteé con el reguetón, justo cuando todavía era un sonido extraño, casi contracultural, arriesgado. Mis primos mayores me presentaron The Noise y Vico C; por mi cuenta di con Cuentos de la Cripta vol. 3, de El Chombo, y su icónico Gato Volador. Reproduje cientos de veces A La Reconquista, de Héctor y Tito, con sus incontables clásicos del género. Disfruté mucho esa etapa, pero no pude mantenerme mucho tiempo allí.
Entre otras varias razones, me superó la inmediatez que requería el reguetón. Es un consumo masivo e inmediato y mi cerebro nunca pudo llevar ese ritmo. Que conste que lo intenté. Buscaba los CD más recientes, hacía descargas desesperadas que ponían en riesgo la salud de mi computadora; lo intentaba todo, pero siempre estaba un paso por detrás de mis amigos, de lo que sucedía en el exterior. No podía con toda esa vertiginosidad.
El rock y el metal me dieron un refugio mucho más estable, comedido y de consumo dilatado. Necesitaba tiempo para traducir las letras, memorizarlas, diferenciar un solo de guitarra de otro… y lo tenía. Los clásicos siempre serían los clásicos y estarían allí para esperarme. No había prisa, no había apuro, no había necesidad de asociar pasos de baile. De cierta forma me sentí protegido por todo un género, por toda una tradición, por toda una comunidad que, como el Proyecto Mayhem en Fight Club, se encarga de los suyos sin necesidad de hacer mucho alarde al respecto.
Luego tenía que conciliar la historia familiar con lo que estaba sucediendo. El soundtrack de mi infancia oscilaba entre Las Estrellas de La Fania y José Luis Rodríguez, entre el piano de Papo Luca y el rosa-rosa de Sandro, entre las invitaciones al cine de Gilberto Santa Rosa y las notas desgarradoras de Rocío Durcal. ¿Cómo dar el paso?
Me moví con cierta estrategia, haciendo paradas obligadas en los Beatles y los Rolling Stones. Pude recibir recomendaciones de mi madre y con eso vino la aceptación por su parte del hecho de que su hijo, su único hijo, probablemente jamás bailaría salsa con la destreza ni con la pasión con la que ella y sus hermanos lo hicieron siempre. Luego uno de mis tíos, del que aprendí casi todo lo que sé de salsa –escuchándolo a él y a sus amigos de Caricuao–, se descubrió ante mí como un fanático del rock y el metal cuando encontró sobre mi cama un CD de Queen. “Yo antes tenía el pelo largo, por los hombros, pero eso era cuando era chamo”. Porque el rock, en ese entorno, es una expresión de la juventud, un capricho pueril, un producto de adultos feos hecho para jóvenes desatados. Cuando mis tíos se mudaron a Maturín pude sacar de su casa los CD de Sentimiento Muerto y Zapato 3 y empezar a adentrarme en las aguas enrarecidas que mueven la historia del rock nacional.
Pero la adolescencia se trata de rechazar etiquetas, al menos para mí lo fue, con todos los pros y los contras que eso implica. El rock, y más específicamente el metal, me habían dado una identidad, pero no quería ser etiquetado como “metalero”. Me encantaba la comunidad. Lo que viví en los pocos conciertos a los que fui fue mágico, verdaderamente me sentí contenido y respaldado con esa elección estética que había hecho. Pero al mismo tiempo, los referentes que había conocido de lo que para mí representaban el verdadero estilo de vida del “metalero” se apartaban demasiado de lo que yo quería hacer conmigo mismo. Alguien como yo, según como lo veía, era alguien a quien simplemente “le gustaba” el metal, mientras que un verdadero metalero era alguien entregado en cuerpo y alma a esa forma de ser: ropa de jean y cuero, aspecto descuidado, cabellos y barbas salvajes, noches durmiendo en la calle, irrumpir en conciertos sin haber pagado la entrada, peleas con otros personajes de la escena, tomar ron al ritmo de Slayer. Era un estereotipo que tuve oportunidad de conocer con nombres y apellidos. No quería estar allí. Mi viaje musical tenía un soundtrack de preferencia, pero me exigía otras paradas, otras vías, otros vehículos.
Tuve dos bandas, una de metal y una de blues-rock. En la primera podía descargar toda la energía, reproducir las canciones de mis bandas favoritas, hacer todo el ruido que quería, componer sonidos agresivos y retadores en la guitarra. En la segunda, tenía un escape con una música mucho más sencilla y honesta, desprovista de pretensiones grandilocuentes, con el único objetivo de divertirnos y pasar un buen rato mientras hacíamos canciones. Las dos bandas funcionaron en paralelo por un tiempo y me permitieron equilibrar mis dos visiones de la música: el medio exclusivo para expresar la agresividad y el intelecto que (creo yo) subyace a los intricados patrones del metal por un lado, y el disfrute nihilista del ahora que traen el rock and roll y el punk (que eran la esencia de la otra banda) por el otro. Si bien ninguna de las dos bandas tuvo mayor trascendencia en la escena musical, tuvieron un gran impacto en la construcción de mi identidad, me ayudaron a entender que lo más cómodo para mí era el tránsito entre géneros, el rechazo de las etiquetas rígidas y la bienvenida a la apreciación de la música por lo que me podía hacer sentir, más allá del artista o de su posicionamiento.
Así fue como comencé a apreciar mucho más a ciertos artistas pop que, además, tomaban referencias de algunas de las bandas que disfrutaba (como Lady Gaga); artistas pop que en otro momento podía desdeñar, pero que ahora reconozco como músicos de calidad que han creado piezas que valoro (como Harry Styles). Logré incluir la música de mi infancia, disfrutando de conciertos de Rubén Blades o reproduciendo en loop las canciones de Patax, españoles que hacen versiones de Michael Jackson en salsa. Me conecté con mi lado más indie con bandas inglesas que representan toda la angustia adolescente y la incertidumbre del paso a la adultez. Redescubrí álbumes en español que me parecen lo mejor que se ha hecho en la música de nuestro idioma (Mi Sangre, de Juanes; o Sin Restricciones, de Miranda!). Hasta pude hacer las paces con placeres culposos que en otro momento hubiesen sido totalmente incriminatorios y que ahora paladeo sin ningún tipo de temor o remordimiento, como Schrei, de Tokio Hotel; o Lifestyles of the Rich and the Famous, de Good Charlotte. Pude pedirle disculpas a mi yo más joven por haberlo alejado del reggaetón y todo lo que pudo implicar ser menos esnobista y más integrado.
Con el tiempo fui entendiendo que se trata de una cuestión de equilibrio. Me gusta ser alguien que puede discutir el impacto que han tenido personajes como J Balvin o Bad Bunny a la música pop, desde una postura mucho más ecuánime y menos arrogante. Me gusta ser esa persona e igual llegar a mi casa y poner Iron Maiden a todo volumen porque, después de esa charla, siento que debo limpiar mi sistema.
He crecido, pero no soy perfecto.
Por César Aramís Contreras | @cesararamis