No me importa: lo amo

Risas y más risas. Al principio pensé que eran nervios producto de la entrevista, pero no, es algo característico en ella, tanto así que un día el abuelo le dijo: “Ya es hora de dejar las risas, ya tienes 15 años”. La vida, más adelante, la pondría en situaciones menos divertidas.
—¿Tu nombre es?
—Francis.
—¿El amor de tu vida?
—Jajajajá, el fútbol.
Precisamente a través del fútbol fue que conoció su otro amor: Pablo.
Al principio, ni le paraba cuando recibía un mensaje de él. Era la psicóloga del equipo de fútbol y estaba súper enfocada en eso, tanto que no percibió los primeros intentos de cortejo. Sin embargo, él no se detuvo ante su indiferencia, siguió insistiendo: con flores, obsequios, miradas intensas, coqueteos tras coqueteos. Así hasta que ella se rindió al amor sin miramientos, sin importarle siquiera que se trataba de un muchacho más joven. Todo era fabuloso, le encantaba su sentido del humor, su presencia, su cuerpo, y su amor por el fútbol.
Pero como todo en la vida, nada es para siempre…
Ring, ring.
—¿Aló?
—¡Francis, es la tía de Pablo, él en estos momentos está en su casa con otra mujer!
─ ¿Quéééé? ¿De qué habla?
Su corazón se detuvo, su cabeza daba vueltas sin parar. Rabia, incredulidad, desesperanza, miedo, lágrimas. Corrió a la habitación de su padre, gritándole a este que la llevara a la casa de Pablo: necesitaba comprobarlo por ella misma.
En todo el camino no habló ninguna palabra.
Toc toc toc.
Pablo no se asombró cuando la vio entrar, lo que indicaba que su tía ya lo había prevenido.
—¡Me estoy parando! –dijo, haciéndose a un lado para dejarla pasar.
¿Cómo podía mentir tan descaradamente? El dolor tan intenso dio paso a la furia. Francis no lo pensó: se dirigió a lo primero que sus ojos reconocieron. ¡PAF! El eco de la computadora rompiéndose contra el piso resonó en todo el lugar.
—¡Estás loca! –gritó su novio.
Ella se cegó, sus ojos parecían salírseles de las cuencas. Él retrocedió instintivamente. Francis no recuerda bien cuántas veces lanzó la computadora al piso, solo sabe que dejó de hacerlo cuando notó que la había destrozado.
Jadeaba con desenfreno, pero sentía que no era suficiente, quería romper todo y acabar con el dolor, con la rabia. Con él.
Agarró unos dólares que estaban sobre una mesa y se los apuntó directo a la cara.
—¿Esto es todo lo que quieres en la vida?, ¿es lo único que buscas? Por qué no das nada…
—¡Voy a llamar la policía!
—¡Llama a quien te dé la gana!
—¡Dime el número de la policía!
Su mente procesó estas palabras: “¿Quééé? Jajajajá. ¿¡Qué mierda!?”, pensó.
Ahora apuntó a los audífonos favoritos de Pablo, que intentó detenerla.
—¡Nooo, nooo, nooo me pegueeesss! –gritó ella– ¡Me está golpeandooo, ayúdenme, me está golpeandooo!
Pablo no supo qué hacer: ni siquiera la había tocado. Ni había hecho el gesto de agredirla. Nada. Quedó petrificado ante la mentira acusatoria.
Francis sintió los pasos precipitados de sus padres al subir.
—¡Suéltala! ¡Basta! ¡Nos vamos! –ordenó su padre.
—¡Suficiente de escándalo: si él tiene otra tipa, listo, la tiene y ya! ¡Se acabó! –intervino su madre– ¡Pablo, dame las llaves del carro!
A Francis nunca le importó que su novio usase su carro. Más que eso: nunca le importó que él lo tuviera siempre en su casa. Tampoco le incomodó comprarle una computadora (la misma que acababa de romper), pagarle la matrícula universitaria, darle dinero cada vez que se lo pedía: no le importaba nada, solo que él estuviera bien. ¿Y ahora le hacía esto?, ¿cómo se atrevía?
Juró no volver a verlo.
Unas semanas después estaba sumergida en un hoyo. La depresión que sentía la dejaba sin fuerzas, sin ganas de salir, de hablar, de vivir: era como estar en arenas movedizas hundiéndose a cada instante un poco más. Como psicóloga sabía que tenía que buscar ayuda. Su doctora de hace ya diez años le aconsejó la ayuda de un psiquiatra para que tratara su depresión.
Los ansiolíticos funcionaron bien, pero cree que la bendición estuvo en las pastillas para dormir, pues lograron que después de varias semanas el sueño volviera.
“Nuevamente empezó a buscarme, bueno yo también a él. Estaba consciente de todo; soy una persona pensante, pero era tal el amor o dominio que ejercía sobre mí que en ese momento no me importaba nada: sus andanzas, sus mentiras, su manipulación. Algo pasa conmigo, yo lo sé, y mi cuerpo también, si no, no sufriera de estos ataques de ansiedad, de esta angustia que se apodera de mí. Qué débil soy. No me importa, lo amo, lo quiero, decía. Un mes después ya estábamos otra vez juntos”.
No. No funcionó, algo se había roto, no era lo mismo. Todo cambió. Todo menos él, que un día “me dijo que se iba del país y fue la primera vez que me atreví a revisar su teléfono. ¡Y juro que no soy de esas que revisan! No. Eso no es lo mío, pero revisé y descubrí que no solo seguía escribiéndose con ella, sino que seguía manteniendo la relación. Seguí revisando, me percaté de algo más que me dejó así… como que mierda, ¿qué es esto? Había fotos, videos porno, el asombro seguía en aumento cuando profundicé la búsqueda. La chica con quien me era infiel vendía fotos explícitas, tenía un Twitter donde aparecía mostrando todo, había un foro donde proponía hacer toda clase de cosas sexuales. Lo que fuese. Seguí un enlace que me llevó directo a una página. Abrí un video. ¿Dios mío, qué es esto?, pensé. Ya va, ¿yo con quien estoy? ¿Quién es este hombre? Todo tuvo sentido. Él era su proxeneta y ella la puta que utilizaba para lograr su meta: el dinero. Así como tantas veces lo hizo conmigo pero siendo mi chulo. Pobre chica, sin duda había sido otra víctima”.
Lo confrontó y él lo negó todo. Luego se lanzó al piso a llorar y suplicar que lo perdonara. Pablo aceptó lo de las páginas, aunque intentó restarle importancia al decir que eso era solo “un juego inofensivo entre ellos”. Insistió en que amaba a Francis, en que ella era lo más importante en su vida, pero que en ese momento necesitaba tiempo, que estaba confundido y necesitaba marcar distancia. Así lo hizo. Se fue.
No quería ya sentir nada, solo dormir y que su mente se tranquilizara. Buscó lo más próximo: sus pastillas. De una a una se las fue tomando. Quería acabar con el dolor, con el tormento de las emociones. Dormir, dormir, dormir. Al cabo de unos minutos, las ganas de vomitar eran insoportables. El amargo en la garganta la obligó a arquear su cuerpo contra la poceta, donde fue a parar todo lo que había consumido. Lloró por muchas horas, pidiéndole a Dios que la ayudara. El consuelo llegó en forma de sueño.
Fue duro confesarles a sus padres lo que había hecho, ellos, pensó, no se merecían pasar por esa situación. Si había reproches de su parte no lo sabe, pues en ningún momento se lo hicieron saber; todo lo contrario, le demostraron que podía contar con ellos, que no estaba sola. Hoy en día no se cuestiona su intento de suicidio pues entendió que su alma, su cuerpo, su mente le gritaban que esa era la única escapatoria en ese momento. No lo volvería a hacer. Se quiere y respeta tal como es. Las cosas que tuvo que pasar la ayudaron a madurar, el amor incondicional de sus padres le dio las fuerzas que necesitaba.
Tampoco siente resentimiento ni odio. Perdonó a Pablo y se perdonó, está tranquila. No le huye al amor, pues él no tiene la culpa de lo que pasó. Logró entender que la vida tiene sus momentos malos. Pero quiere vivir y vivir intensamente.
Por Yeli Hernández | @yelitzahgy