#DomingosDeFicción: Paciente número 5

Tuve una mala noche, mi cuerpo estaba cansado, aun así llegué temprano al consultorio. Solo atendería cinco pacientes. Cada día el trabajo me agotaba más, entre caso y caso ya me estaba volviendo loca. La noche anterior no podía dormir y cuando lo lograba soñaba con muchas de las historias que me narran mis pacientes, son como películas de suspenso o de terror que se hacen realidad ante mis ojos.
Hoy mi primer paciente fue un hombre con conflictos existenciales, le pedí que me contara lo que le ocurría. Esto dijo:
—Tengo problemas en mi trabajo porque siempre llego tarde, no logro concentrarme.
—¿Y qué es lo que te angustia? —le pregunté.
— No duermo bien, me siento muy deprimido y solo —contestó, cabizbajo.
—¿Con quién vives?
Lo miré y continué escribiendo, esperando su respuesta:
—Con mi esposa, mis tres hijos, mi yerna y mi nieto.
Le interrumpí:
—Si estás rodeado de tanta gente, ¿por qué te sientes solo?
—Ellos no me aman, solo les importa que lleve el sustento. Mi mujer únicamente está pendiente de que no se acabe la comida, mis hijos más pequeños viven en su mundo y el mayor con su esposa y su hijo atenidos a mí, como todos.
Con gestos de reproche afirmó con la cabeza. Prosiguió:
—Por eso decidí tener una amante.
La manera en que lo dijo me sorprendió. Pensé: “Ah ok, ¡buscando excusas para tener aventuras!”. Pero solo dije:
—Una amante. Y entonces, ¿por qué te sientes solo?, le sonreí con picardía, luego continué:
—¿Tienes sentimientos de culpa, no puedes con eso?
Él respondió:
—Ella es como el cigarrillo, te hace daño pero no dejas de fumarlo.
Le pedí que se explicara detalladamente.
—Mi amante lo que hace es tener antojos, caprichos, cree que soy millonario o algo así; cada vez que me quiero alejar de ella terminamos enredados en la cama haciendo el amor como nunca y así no puedo decirle adiós. Con mi esposa es distinto, su sexo es estupendo, me satisface mucho pero es muy exigente y después…
Mientras me hablaba, me pensé que él no tenía ningún entusiasmo por sí mismo: se detestaba, era inconforme y sin amor propio. Buscaba la compañía de los demás porque el hecho de estar solo consigo mismo lo aterraba, estaba avergonzado de su propia miseria y prácticamente se odiaba. Su tiempo se terminó y le pauté otra cita para seguir conversando, pero le dije que quería conocer a su amante, que de ser posible la trajera en su próxima consulta, para ver qué más podía indagar sobre él.
Llegó el turno del paciente número 2. Entraron dos personas: un hombre y su madre, que estaba en una silla de ruedas. La señora tenía 78 años de edad, ya no podía caminar, aparentemente por dificultades con la artritis.
El hijo pasó con la paciente hasta el consultorio:
—Mi madre pareciera que vive en otro mundo, sus conversaciones son muy amenas, pero casi no nos habla, la noto distante y siento que es otra persona.
Le pregunté:
—¿Para quién es la consulta?
Sorprendido, respondió, un poco tosco:
—Para ella.
—Déjame sola con ella.
El hombre puso mala cara pero no dijo ni una palabra, salió del consultorio y cerró la puerta.
Ya estando a solas con la abuelita, me presenté:
—Buenos días, soy la psicóloga González. Su hijo le tomó una cita conmigo porque, como usted lo notó, está preocupado.
La señora sonrió:
—Yo soy Felicia Torres, tengo 78 años. Mi esposo tiene 40 años de muerto. A los 38 años quedé viuda. Dediqué mi vida en educar y ayudar a mis hijos. Hoy en día vivo con uno de ellos, tres de mis hijos se fueron del país con sus familias y el que está afuera de esa puerta trabaja mucho y nunca lo veo.
—¿Señora Felicia, cómo está usted, cómo se siente?
—Aparte de mis dolores físicos, también tengo dolores espirituales.
Le pedí que se explicara. La señora prosiguió:
—A veces me siento muy triste, no es que yo no hable, es que ellos ya no me escuchan y casi no conversan sino para lo básico. Pagan a una persona para que me cuide, pero tampoco está pendiente de mí, es muy joven y se entretiene con la computadora, el televisor y un celular. Está para darme de comer, asearme o acostarme, pero no hay alguien que diga cómo estás hoy, que escuche mis cuentos de juventud, que me saque al parque o que me lleve a misa, que me saque a caminar. Ya no hay tiempo para mí, los paseos son para el hospital o la clínica, si digo algo coherente me critican y si digo
algo absurdo se sorprenden, de manera que a veces invento historias.
—Acaba de decir “nadie me saca a caminar”, pero usted usa silla de ruedas.
La señora se echó a reír. Dijo:
—Esa es otra cosa
Y, como por arte de magia, se puso de pie.
Yo no cabía de mi asombro. Con la boca abierta le hice un gesto con mis manos.
Ella me explicó que podía caminar pero que sus hijos se empeñaban en que usara una silla porque temían que se cayera y sufriera fracturas, pero que ella cuando estaba sola caminaba en casa para no “tullirse”.
Yo estaba fascinada.
—¿Usted qué es lo que quiere? —pregunté.
—Lo que quiero tú no me lo puedes dar.
—¿Y que será eso?
—Juventud y libertad.
Entonces tuve una idea y se la comenté:
—Yo creo que usted debería vivir en un ancianato, con hombres y mujeres de su edad, donde la saquen a caminar al jardín, donde juegue canasta o dominó, que pueda descubrir nuevas cosas, para que comparta con otra gente, ¿le gustaría?
La señora sonrió:
—No hay nada que me haría más feliz.
Abrí la puerta, hice pasar a su hijo y le expliqué lo que necesitaba su madre, prácticamente lo convencí de que era lo mejor para ella y le recomendé un excelente hogar para abuelos en las afueras de la ciudad. Se fueron contentos con mi sugerencia y agradecidos por el buen trato.
Me sentí muy bien al darme cuenta de que no todo era malo, de que podía brindar soluciones y de que haría más feliz la vida de aquella anciana.

Ilustración de Ivanna Balzán
Satisfecha, llamé al paciente número 3. Este paciente cuando llegó parecía muy preocupado, encendí mi grabadora y comenzó a hablar:
—Mi nombre es Daniel Morales, tengo 38 años y estoy aquí para decirle que me están siguiendo, no sé por qué esas personas creen que yo lo hice, pero no fue así, jamás sería capaz de esa barbaridad.
—¿De qué te acusan esas personas?
Me miró, sus ojos oscuros, con grandes ojeras, se abrieron mucho más y dijo:
— ¿De qué…?
Y se quedó en silencio, como si alguien le dijera que callara. Observó a su alrededor, se asomó a la puerta y luego la cerró. Continuó diciendo:
— ¿Ves?, ahí están y siguen con lo mismo.
Yo le ofrecí un vaso con agua, que tomó de inmediato. Luego me miró, pasó sus manos por su boca, respiró profundo y me dijo:
—Usted, usted es uno de ellos.
Me señaló con su dedo, después caminó hacia atrás, abrió la puerta y se marchó con paso rápido.
Me quedé ahí, observando cómo se alejaba. “Este caso es especial”, pensé. Le pedí a la secretaria que ubicara los datos y dirección de ese paciente para ver quién era, ella lo hizo y llevándomelos a mi oficina junto a una taza de café me entregó el expediente. Me disponía a leer su historia, cuando mi asistente indicó que debía atender la siguiente consulta.
Estaba tan concentrada que había olvidado el dolor que tenía entre el cuello y la espalda, pero un breve y brusco movimiento lo hizo volver como un latigazo de fuego.
El cuarto paciente resultó ser una mujer con una historia fascinante y extraña, tenía sensaciones de angustia y placer al mismo tiempo, mientras pensaba que le quitaba la vida a su marido todos los días:
—Ayer llegó mi esposo del trabajo, me dio un beso cálido como de costumbre y otra vez comencé a pensar cómo asesinarlo.
Yo, con la respiración entrecortada y sin casi parpadear, agarré la grabadora. Respiré profundo, cambié la posición de mi silla y comencé a grabar.
—Le hice su comida favorita y le agregué un poco del mismo veneno que le vengo poniendo desde hace días en sus alimentos, él la saboreaba con tanto gusto que lo consentí dándole otra porción; pero anoche fue diferente, me acosté tempano mientras él se daba una ducha, luego se puso uno de sus perfumes, ese que lo hace sentir más varonil, se acercó a mí y desarropándome de abajo hacia arriba comenzó a besarme los pies, las piernas, llegó hasta mi vientre y fue exquisito lo que sentí; después se montó sobre mí y, acariciándome todo el cuerpo, comenzó a hacerme el amor intensamente, pero se desmayó encima de mí.
Luego, agregó:
—Lo que más había deseado se había hecho realidad, por fin había muerto ese hombre que amaba tanto. Estaba tan emocionada y feliz, me senté en la cama, le coloqué su ropa interior y me vestí. Salí dando gritos por toda la casa, llamé a todos: familiares, amigos y desconsoladamente pedí ayuda para los preparativos del funeral.
Entonces, le pregunté con curiosidad:
—¿Y no llamaron a la policía? ¿Quién levantó el cadáver? ¿Nadie supo cómo murió?
Ella estaba muy contenta narrando todo aquello como una gran obra y, sonriente, dijo:
—¡No!, ¡no!, nada de eso, nada de eso importa, en mi mente todo se desarrolla rápidamente.
Respiró profundo, cambió su tono de voz y continuó:
—Ya en el velorio era yo la viuda perfecta, estaba muy adolorida, no me aparté de su féretro ni un segundo.
Suspiró y parecía que estuviera observando el cuerpo de su esposo en la urna, hacía gestos con sus manos como si lo acariciara.
Sin dejar de hablar, sus ojos se llenaron de lágrimas y un manantial cristalino se derramó por sus mejillas.
—Mis ojos hinchados se notaban casi sangrientos de tanto pesar. Amigos y familiares no hallaban la manera de consolarme ya que él era todo para mí, así decían todos, y así realmente lo sentía, pero dentro de mí estaba tan contenta.
Y volvió a sonreír:
—Dichosa de poder estar en ese momento tan cerca de él, allí inerte, viéndose tan hermoso, tan guapo con el mejor traje que jamás usó, ahí, sin más perfume que el de las flores de las coronas fúnebres que le habían dedicado sus hermanos, amigos y un corazón de rosas rojas que llevaba la descripción: “Recuerdo de tu amada esposa”.
La paciente tomó la silla. Decidió sentarse. Dijo:
—Me incliné en una de las sillas de la funeraria y cerré los ojos por un instante y logré dormir un poco, pero al abrirlos ya era de nuevo la mañana siguiente y desperté; ahí estaba yo, dormida en mi cama y ahí estaba él, dormido a mi lado. Lo abracé y se despertó, le di un beso de buenos días, me levanté a prepararle su desayuno y mientras lo hacía planeaba la manera en que quería verlo morir nuevamente esta noche, porque cada noche lo asesino y en la mañana siguiente sigue ahí.
Iba a contar otra forma que escogió para matarlo, pero su tiempo de consulta había terminado. Se lo indiqué, llené su informe y le solicité una interconsulta psiquiátrica.
Yo quedé tan metida en su historia que le di una cita para la semana siguiente, quería saber más sobre su caso.
Me quedé sola por un momento, sentí el clima fresco en la habitación, entre tantas voces no había escuchado el silencio, miré las paredes del consultorio que inexplicablemente se hacían más blancas, respiré profundo, quise pararme para acercarme a la puerta y llamar al próximo paciente pero no fui capaz, no me podía mover, entonces llamé en voz alta:
—Adelante, paciente número 5.
Nadie entró.
Volví a llamar, esta vez más fuerte:
—Paciente número 5, puede pasar.
La puerta se abrió, pude observar la silueta de un hombre alto y robusto que se acercaba lentamente, luego me sonrió con ternura, quise tenderle la mano pero algo me lo impedía.
Ese ser me daba una sensación de tranquilidad, su cara me parecía conocida. Él se acercó a mí y acarició mi rostro. No sabía qué pensar, me sorprendí y traté de tomar sus manos pero no me pude mover.
Fue cuando él me dijo:
—Ya estás mejor, hoy te quitaré la camisa de fuerza.
Por Greicy González