La vida según Martin Scorsese

Una vez leí que Alice Doesn’t Live Here Anymore, de Martin Scorsese, se filmó durante un momento de la vida del director muy parecido al que refleja el argumento de la película. Y lo creo. El film cuenta la historia de Alice (interpretada por la gran Ellen Burstyn), esposa de un hogar sin amor y después viuda joven, quien recorre la Norteamérica profunda en busca de ¿paz? ¿olvido? La historia no lo aclara y tampoco hace mucha falta. El guion tiene un pulso diáfano y triste, como una gran postal silenciosa que me hace pensar que el jovencísimo Scorsese detrás de cámara también se encontraba en una búsqueda emocional. No podría decir cuál ni me atrevería a sacar conjeturas apresuradas, pero creo que, en efecto, debió de ser un sentimiento muy parecido al de Alice, tan pequeña en un mundo inmenso y hostil. Tan aislada en medio de un paraje sin nombre a la que le llevó el desarraigo.
La primera vez que la vi, no la entendí demasiado, pero me gustó que no se tratara de un argumento feliz. Tenía doce años y, por supuesto, la incomodidad adolescente era parte de mi forma de comprender el mundo, por lo que la película me pareció más cercana que las aburridas tramas sobre gente sonriente que mi madre solía insistir en que disfrutáramos juntas. El cine es un ejercicio de soledad, dice el crítico Jurgen Muller, pero yo no lo sabía en esa época. Lo que sí tenía bastante claro era que esta Alice cansada, malhumorada y triste, se parecía mucho más a mí que las princesas que bailaban con animales parlantes y las grandes épicas tristonas que la mayoría de las muchachas de mi edad preferían. Era extraño, doloroso y bonito, que un único movimiento de cámara mostrara el dolor del personaje, su soledad y esa emoción singular de no pertenecer a ninguna parte. Un trozo de una historia dentro de otra historia. Fue una de las primeras veces que pensé que el cine era magia.
Y lo pensé gracias a Martin Scorsese.
Mi historia de amor con el director es de larga data. Y no sólo porque gracias a sus películas aprendí un cierto tipo de pesimismo sofisticado que aprecio en mi vida, sino porque también me brindó la oportunidad de contemplar el lado oscuro de las cosas. Scorsese, cuya cámara jamás se detiene, que va de un lado a otro como un tiburón entre escenas grotescas y de terrible elegancia, me enseñó que hay un mundo real que palpita a las sombras, que se sostiene a través de las malas decisiones y los errores. Que la imperfección es tan válida y tan necesaria como la edulcorada versión del mundo que el cine en ocasiones muestra como un escenario vacío. Pero para Scorsese, el mundo es otra cosa. Es gris, lleno de ceniza. Tan furioso e inexplicable como esas pequeñas escenas diarias a las que una se enfrenta.
Es curioso cuando un artista es capaz de traducir la realidad desde sus pesares. Recuerdo que cuando vi Taxi Driver pensé que la Nueva York brutal y sucia que el cineasta mostraba con pulso firme se parecía mucho a Caracas, una de las ciudades más peligrosas del mundo. Sucia, destartalada, fea. O al menos, la Nueva York de Travis Bickle lo era. Y me gustó esa imagen del taxista que iba de un lado a otro por calles y avenidas que aterrorizaban tanto como las de mi Caracas, en la que cada habitante tiene una bala con su nombre.
Scorsese me mostró la universalidad de la violencia, me hizo preguntarme quién era yo, en medio de un lugar en el que era tan fácil morir como vivir. En Taxi Driver encontré respuestas y mi yo adolescente –enfurecido y traumatizado por un país que comenzaba a transformarse en algo más– agradeció al antihéroe, a la prostituta de Jodie Foster –tan frágil y etérea como para recordar que incluso los peores lugares tienen una damisela en desgracia, aunque esta no deseara ser rescatada ni mucho menos lo necesitara.
Pero al final, Scorsese me recordó que la vida es pendenciera y brutal, que no estaba sola en medio de una idea dolorosa sobre los lugares que marcan la historia de tu vida. Quizás, Taxi Driver fue uno de ellos.
Cuando amas el cine, suelen pasar un par de cosas: la primera es que tu vida se vuelve cinematográfica por necesidad; y la otra, que puedes contar tu historia a través de una colección privada de escenas dispares que narran más sobre ti de lo que cualquier otra cosa pudiera hacerlo. En mi caso, la mezcla es afanosa y extraña. Si miro hacia atrás, la adolescente que amó Taxi Driver y la convirtió en un refugio también se miró frente al espejo más de una vez para soltar una bravuconada. “¿Me hablas a mí?”. Una muchacha flaca, pálida, con el cabello en punta. Pero que tenía tanto miedo. Miedo a un país que comenzaba a convertirse en amenaza. Miedo al tiempo que corría muy rápido. “¿Me hablas a mí?”, me pregunté más de una vez, los ojos muy abiertos, tensa. El cine puede ser refugio para muchas cosas.
En Goodfellas, Henry Hill (Ray Liotta) dice que “siempre soñó con ser un mafioso”. Recuerdo que vi la película dos días después de entrar a la universidad y me pregunté si Henry (bravucón, arrogante, pero al fin y al cabo ingenuo) podía entender la noción de la vida adulta a través del crimen de la misma forma que yo la comprendía sentada en un salón de clases, rodeada de medio centenar de desconocidos. No es una comparación muy lógica y recuerdo que ese día escribí un par de líneas en el cuaderno de apuntes, que poco o nada tenían que ver con lo que el profesor explicaba. “El triunfo es un misterio y las metas pueden ser pequeños monstruos”. Recordaba, claro, a Henry, que pensaba que todo se resumía al poder, a los grandes salones sofisticados en que era recibido con sonrisas. Un hombre “de verdad”. Hasta que todo a su alrededor se hace peligroso, incontrolable y comprende que su sueño es en realidad una mezcla de pesadilla y algo más amargo: desesperanza pura.
Scorsese mostró el tránsito entre ambas cosas con una exuberante belleza, con planos largos y brillantes en los que el mundo de la Mafia parecía un gran escenario iluminado. Hasta que todo explota en pedazos –incluyendo cabezas – y Henry descubre que sus grandes aspiraciones eran basura.
No tuve que ver los sesos de nadie –no en el sentido literal– para comprender que mi primera gran experiencia universitaria había sido un fracaso. Uno evidente, doloroso y que, como Henry, me llevó a hacerme preguntas existenciales. Más escenas de Scorsese pasaron a formar parte de ese mapa de ruta a través de mi vida. Disparos a quemarropa, mientras Liotta se encogía en una silla, horrorizado por la evidencia. Como Henry, sentí que la novedad de la vida adulta me estaba superando y al tercer año de estudiar una licenciatura que odiaba –en el sentido más exacto del término– pensé en que el personaje y yo teníamos más cosas en común de las que me hubiese gustado. Cursaba el tercer año de la carrera, sentada en una clase que no me interesaba, abrumada y llena de angustia. Escribí: “Yo también habría deseado ser mafiosa”.
Scorsese me rescató de la bruma del desencanto. Más o menos. Al final, recibí el diploma por la carrera y lo colgué en la pared, en donde sigue para recordarme la inutilidad de algunas cosas que, en apariencia, resultan imprescindibles. Como New York, New York, que fue un fracaso de taquilla, pero cuya canción canté ese primer día en que llegué a vivir sola, expatriada de todos mis sueños, sin futuro, sin dinero y con las manos vacías luego de cinco años de salones de clases y excelentes calificaciones. ¿En qué pensaría Scorsese para filmar una película que era un desastre en su simplicidad? No importa, cometemos errores de juicio y de impulso. Errores caros, duros, pero que al final te conducen en la dirección correcta. Canté la canción que inmortalizó Liza Minnelli muchas veces, en ese septiembre en que cumplí 21 años y decidí que la mejor decisión era volver a la universidad. Comenzar de cero. O quizás reinventar mi vida a partir de la derrota.
Me identifico con casi todos los personajes del cineasta. Los peores, los brutales y los temibles. A pesar de que soy una mujer bajita, pálida y de aspecto inofensivo. Supongo que Scorsese crea mis alter ego –o eso me gusta pensar –, o quizás el reverso oscuro de todos los hombres y mujeres que viven a la luz de las cosas cotidianas. Se me ocurrió esa idea por primera vez cuando vi a Jake La Motta (Robert DeNiro) golpear y golpear hasta quedar exhausto en Raging Bull. Cuando me conmoví con Rupert Pupkin (DeNiro de nuevo) y su caída en los infiernos de la vulgaridad en The King of the Comedy. Todos somos monstruos. Tan elementales, primitivos y temibles – frágiles– como los imaginados por el director de cine. Monstruos cansados, agobiados, con el rostro hinchado o la sonrisa congelada por los desastres inoportunos.
Eso suena pesimista, aunque, en realidad, este director también me acompañó en los grandes momentos de mi vida. En los buenos y en los satisfactorios. Fue gracias a su versión de La última tentación de Cristo que escribí como poseída por el espíritu de los impíos mi primer gran texto contra la religión. O, mejor dicho, contra los prejuicios. Estaba a punto de culminar la licenciatura con la que me gano la vida y, de pronto, todo se aceleró. Se hizo radiante, brillante y real. Podría escribir para vivir –quería hacerlo– y redacté un ensayo doloroso sobre un Jesús humano atrapado en una misión divina. Fue la perspectiva de Scorsese la que utilicé, la que profundicé. A pesar de haber leído el libro de Nikos Kazantzakis, de la educación que recibí en el colegio de las monjas francesas y de la mirada sobre lo divino que me inculcó mi primera universidad dirigida por jesuitas. Pero fue Scorsese el que me susurró ideas nuevas sobre el pecado, la redención y la caída en el dolor humano. Una perentoria convicción de que la vida es simple, a pesar de sus mitologías, temores y tentaciones.
Sus películas me siguieron acompañando a medida que mi vida se hizo más extraña, complicada y dura, en un país que se desplomaba a pedazos a mi alrededor y en medio de la incertidumbre de esos primeros años, en los que ser adulto es un pesar silencioso. Con Cape Fear recordé que el temor es una raíz extraña que nace de lugares peculiares, esa percepción borrosa que en la Venezuela chavista era más clara que nunca. Por supuesto, la comparación me pareció inaudita –ridícula–, pero ese recorrido por la oscuridad hasta la sangre derramada le dio una nueva dimensión a la amenaza de vivir en el tercer país más peligroso del mundo, en la –por entonces– segunda ciudad más violenta del continente. El peligro es algo que entiendo, con lo que vivo y Scorsese lo metaforizó. Lo modeló para hacerlo atemporal, sin lugar ni identidad. Solo miedo.
Mi primera relación adulta acababa de terminar cuando decidí darle una segunda oportunidad a La edad de la inocencia, que había visto años atrás y no me había gustado demasiado. Había algo frío, helado y monótono en la Nueva York cristalizada en el ámbar de una moral rígida y dolorosa. Y no soporté a Daniel Day-Lewis convertido en un ser castrado por una época que escondía la violencia en guante de seda. A Winona Ryder, como la esposa con intuición diabólica; y a Michelle Pfeiffer, como el vértice superior de un triángulo amoroso desabrido. Pero después, con la sensación de que el amor era una estafa y la soledad convertida en hábito, encontré en el film una belleza amarga que me sorprendió. Descubrí el doblez en las servilletas de hilo que ocultaban la sangre derramada de las batallas invisibles, la frágil amenaza de la sociedad que aplasta, la zozobra de vivir al margen y, al final, la convicción de que todos somos piezas perdidas de una historia. O de muchas. De modo que lloré, aterrorizada y empequeñecida por la tristeza. Y me sentí bien al hacerlo. Porque otra escena formaba parte de ese bastidor de imágenes brillantes, de dolores traducidos en escenas. Un Newland Archer envejecido sentado en un parque de vegetación brillante, mirando una ventana abierta. A la espera de un poco de esperanza.
La primera vez que tuve miedo del país en que nací fue cuando un desconocido me apuntó a la cabeza, en medio de un asalto en un transporte público, y jaló el gatillo. Cerré los ojos. Pero el arma no funcionó. Escuché el chirrido del metal contra el metal, el miedo me paralizó y me dejó en blanco. La muerte fue una posibilidad muy cercana. No morí, pero el miedo se quedó. El miedo que reconstruyó la ciudad, que elaboró una idea nueva sobre mi propia historia. Como si se tratara de un reflejo de ese horror a medio digerir, la poética, poderosa y dura de El aviador me subyugó por convertir el miedo en algo notorio. A pesar de su aire optimista, radiante, de gran película del Hollywood dorado, también hay un hilo conductor hacia la oscuridad. El Howard Hughes de Di Caprio era una criatura afligida, al límite de la cordura, que además también era brillante, formidable, más grande que la vida. ¿Se podía ser ambas cosas a la vez? La película tiene un dejo de gran obra que resume toda una experiencia en un coto de caza tan exclusivo como lo es Hollywood, que poco o nada tiene que ver con la Caracas en ruinas que alimentó para bien o para mal mis primeras fantasías literarias, planes y proyectos.
Pero claro está, comprendí a Howard. Le vi tan real en su arrogancia privilegiada y su desplome a las cenizas como un Ícaro jactancioso que murió por desánimo. Nos pasa a todos, me dije de pie en la terraza de mi edificio, en plena crisis de ansiedad y depresión, aturdida por la sensación de que mi vida era una colección de hilos desordenados. Me imaginé como Howard, sentada frente a una gran pantalla de televisión, aislada, solitaria, aturdida. Una isla perdida. Un sueño frustrado. Más abajo Caracas, como un diorama detallado en su eterno juego de espejos.
Hugo Cabret no me gustó y sigue sin gustarme. Quizás porque Scorsese se acercó demasiado al núcleo medular de mi amor por el cine y lo sostuvo en una historia que rechacé de plano. ¿Un niño que encuentra el secreto del cine en un autómata? Muy cerca de mis obsesiones. ¿Sentí envidia? Se podría decir que sí, atrapada en medio de la realidad despiadada de la vida adulta. ¿Todavía se puede soñar con cosas semejantes? Aun así, lloré con sus largos planos radiantes de un azul inolvidable que se elevan en mitad de una París recortada contra la melancolía. Vi la película en medio de la sensación de que Venezuela me aplastaba. Huérfana como Hugo, que siguió tratando de mantener viva la memoria de su padre incluso en los peores momentos. Solitaria como el niño que miraba la ciudad a través de un reloj que marcaba el tiempo muerto de la tristeza. ¿Cómo me haces esto Scorsese? Imperdonable.
El cine es un hilo que une las costuras de mi vida con un punto muy visible. Puntadas de ciego, poco hábiles pero firmes. Unas que nunca llegarán a romperse. Quizás por eso The Irishman, la obra de un Scorsese anciano y más perspicaz que nunca, llega en un momento en que puedo comprender su interés turbulento, angustiado y provocador por la oscuridad de los hombres. La película, de la misma forma que en su momento lo fue la historia de Travis Brickle, es una pesarosa reflexión sobre el mal contemporáneo, pero también medita sobre la ambición como centro motor de las decisiones de una cultura que asume lo criminal como inevitable. Para Scorsese el mundo está lleno de grises y tanto Taxi Driver como The Irishman dialogan desde perspectivas semejantes sobre la ambigüedad de la razón moderna.
Mi mundo también está lleno de grises ahora mismo. Vivo en un país a medio destruir. En que el bien y el mal se han convertido en conceptos maniqueos y a veces tan borrosos que terminas haciéndote preguntas y cuestionando la ética, incluso de las cosas más pequeñas. En una ciudad repleta de lujos de dudosa procedencia, en la que cierran librerías para instalar anaqueles repletos de productos importados inalcanzables para la mayoría. En la que el soborno, la trampa y la corrupción son más reales y cercanas que nunca. Es a Scorsese al que recuerdo, al Frank de Robert DeNiro que mira la cámara como si se tratara de una confesión en primera persona, cuando debo lidiar con la idea de un país que navega en el crimen, que se mueve sobre lo ilegal.
Frank “pintó casas” en su juventud. Las “pintó” con la sangre de sus asesinatos y, aun así, no se considera un mal hombre. O mejor dicho, Scorsese no lo mira desde la concepción de una moralidad absoluta, algo que en Venezuela es algo cotidiano. Que forma parte de algo más retorcido que me acompaña a diario con una naturalidad perversa y a la vez conmovedora. En The Irishman la cámara observa, siempre benevolente en el mal. Y lo puedo comprender, con tanta claridad, en esta Caracas en la que millonarios instantáneos conducen un Ferrari mientras al otro lado de la calle alguien se lleva a la boca un trozo de basura.
Al director neoyorquino se le da muy bien la reflexión sobre el atractivo lóbrego del crimen y el delito, por lo que The Irishman tiene un brillo intrigante relacionado con su ritmo pausado, pero, sobre todo, la intuición del director para contar una historia dura. Por supuesto, no hay nada de elegante o brillante en el país que el chavismo nos heredó, pero, como en las grandes obras de Scorsese, el crimen se muestra como un escenario inevitable.
Me reconozco en The Irishman, como si pudiera comprender lo que se mueve al fondo de los salones en los que se conversa en voz alta y se intercambian armas con disimulo. Comprendo la forma en que Scorsese juega con sus símbolos favoritos: la calle se convierte en escenario de un recorrido hacia las sombras y sus personajes, testigos de la destrucción progresiva de sus vidas, que acaecen en pequeños golpes de efecto que el director muestra desde una perspectiva de dura perplejidad. Al final, The Irishman es la culminación de los temas recurrentes de un director que encontró en cierto lenguaje una forma depurada de narrar los secretos que se esconden en la transgresión, la violencia y lo criminal. Y lo hace con una extrañísima belleza que convierte a la película en una peculiar obra de arte. Una que necesitaba para profundizar en este país extravagante y grotesco en que me hice adulta y que ahora me resulta terreno desconocido.
Una vez pensé que el cine era magia y lo hice gracias a Scorsese. Lo sigo creyendo. Sólo que ahora estoy convencida de que se trata de magia que en ocasiones puede invocar demonios, criaturas malévolas pero certeras, en la forma en la que este realizador lo ha hecho.
Gracias por eso, maestro.
Por Aglaia Berlutti | @aglaia_berlutti