Historia de un acoso virtual

Hace dos años, sufrí acoso virtual, una de las peores experiencias que alguien de nuestra época puede sufrir. Recibí apoyo de mis amigos, muchísimo afecto y consideración de las personas con quienes trabajo, y buenos consejos para superar una situación tan dura y angustiosa. De modo que podría decir que lo superé de la mejor manera posible, de la forma más digna y en medio de lo que suelo llamar un círculo de seguridad.
Me acosó alguien que conocía, que tenía acceso a información privada, alguien por quien sentía aprecio. Un hombre a quien consideré una buena persona e, incluso, respetaba. De modo que cuando descubrí que él no sólo había dedicado tiempo, esfuerzo y una considerable cantidad de rencor a violentar mi espacio privado en redes sociales, mi reputación y hasta mi labor como profesional, comencé a preguntarme quiénes somos detrás de la máscara virtual que tiene la extraña virtud de convertirnos en lo que deseamos: detrás de ese truco barato de magia que permite que los monstruos que nos habitan tengan la posibilidad de, por una vez, mostrarse sin temor a ser juzgados.
Es una idea inquietante, me digo mientras me miro las manos cruzadas sobre las rodillas. Me encuentro en el consultorio de mi psiquiatra, sentada frente a ella, una tarde cualquiera en la que Caracas, al otro lado de la ventana, tiene el aspecto de un diorama muy detallado y realista. Me acaba de preguntar cómo me siento con respecto al acoso, si todavía me preocupa la idea de lo que ocurrió. Si me obsesiona. Y no sé qué debo responder. Si debo hablarle de las semanas en que no recuerdo la sensación de miedo y pánico que me embargó durante esos terribles días o de las veces en que sí lo recuerdo, en las que aún me provoca dolor. Si debo decirle que el suceso sigue haciéndome sentir defraudada, enfurecida, incapaz de comprender mi propia reacción con respecto a todo el asunto.
Me decido por la segunda opción.
—Hace unas semanas, un amigo me incluyó en un tweet junto al nombre de esa persona –le explico– y sentí una profunda tristeza. Por el hecho de que el mundo sea tan simple como para que alguien pueda agredir a otro de una manera tan dura, directa y vil, y aun así nadie lo sepa, que esa persona no reciba un castigo. Que sea algo común.
Mi psiquiatra no dice nada. Sólo me escucha. Sabe que decidí no hacer público lo que me había ocurrido por recomendación suya, porque no tenía las fuerzas y energías para soportar un debate público que quizás llevaría semanas solventar. Me encontraba en un momento bajo de trastorno de ansiedad, además pasaba por una etapa depresiva. “No podrás remontar la cuesta”, me dijo con toda su frialdad pragmática. Yo decidí obedecer.
Fue la mejor decisión, pensé meses luego. Cuando sufres acoso, todo se resume a cómo protegerte, a cómo evitar que el miedo lo llene todo, te deje sin fuerzas, te agobie y termine por aplastarte. Lo evité a fuerza de voluntad, de convencerme de que tenía la energía para hacerlo, para lidiar con una situación que me rebasaba en muchas formas distintas. Pero la sensación de que se trata de una situación violenta que se analiza de manera injusta persiste. Y no sólo porque sufrí una agresión (abstracta, intangible, pero agresión al fin) y no hubo consecuencias para el agresor, sino por la conciencia de que esto ocurre a diario y a nadie le importa. Que millones de personas en el mundo deben soportar que el odio de un agresor anónimo les lastime, sacuda su forma de vivir, toque los cimientos de lo que consideramos importante. En mi caso, que alguien a quien conocí y confié me acosara, me recordó que hay un espacio en blanco en lo que nos separa del otro, de esa infinita incógnita que subvierte lo que creemos saber en el mundo de lo virtual y el tangible. Comencé a desconfiar de mi criterio, de la forma en que comprendo a los demás, en cómo les juzgo. O mejor dicho, comencé a juzgar de forma muy directa a todos los que me rodeaban. Me volví un poco más cínica, más dura y más implacable en mi forma de reflexionar sobre lo que se esconde al otro lado de la pantalla.
—No sé qué tan bueno es eso –le digo a mi psiquiatra –, me volví un poco más dura porque la experiencia me robó la ingenuidad. ¿No es ridículo decir algo así?
—No es ridículo, es realista –me responde –, todos ganamos experiencia a través de las circunstancias que atravesamos. Y claro está, no siempre son buenas. Es ese conocimiento complejo lo que hace que debas lidiar de una forma u otra con lo que te rodea desde cierto espacio seguro.
Hace unos meses, un miembro del grupo de apoyo online en el que participo comentó que el mundo que se extiende a su alrededor es un “campo minado”, una metáfora un poco estrafalaria –pero bastante exacta– para describir cómo se siente alguien que sufrió violencia: su ex mujer robó videos sexuales de su teléfono celular y los envió a parientes y conocidos. La primera vez que escuché su historia, no la creí. Eso no le ocurre a un hombre, pensé en un arrebato de soberbia inexcusable. Le ocurre a las mujeres, le avergüenza a las mujeres. Lo pensé yo, la feminista que pasa buena parte de su tiempo en una lucha directa contra ese tipo de conceptos. Lo pensé casi de forma natural, inclinada en mi escritorio, mientras contemplaba el rostro del desconocido con cierta desconfianza.
¿Me estaba mintiendo? ¿Quería despertar la lástima de nuestro grupo?
—No pude volver al trabajo por semanas, no visité a mis padres. Pensé en renunciar, desaparecer, pero el problema no era enfrentarlo, era superarlo –contó en esa primera ocasión – y no sabía cómo hacerlo.
Es un hombre uruguayo de más o menos mi edad. Un rostro amable, unos kilos extra. Un diseñador gráfico que de pronto se encontró lidiando con un tipo de vergüenza que es casi imposible de manejar. Estaba pálido, mal afeitado, despeinado.
— Al final no renuncié a nada, volví a salir de casa. Me hice el súper macho, el tipo que puede coger con una mujer y grabarse –tenía el rostro serio cuando lo dijo –, pero en realidad… estoy… tan herido. Esa es la palabra, herido. Cansado. Humillado. Pero hay que seguir, ¿no?
Cuando tienes una sesión de terapia virtual imaginas la mayor parte de lo que ocurre. Imaginas el sonido de las sillas de los que te miran desde las pequeñas ventanillas de la plataforma virtual, el sonido natural que produce una reunión de personas. En mi caso, casi pude escuchar al hombre moverse de un lado a otro sobre su silla, suspirar, quedarse aturdido. El facilitador abrió su micrófono.
—¿Te sientes seguro?
—¿Seguro de qué manera?
—Seguro. De volver a Tinder, de enganchar con alguien. De volver…
—Eso no lo hago más –respondió el paciente sobresaltado –, nunca.
Y fue ese sobresalto lo que reconocí. Lo que me demostró que decía la verdad, que no nos mentía o exageraba. Abrí mi cámara de video, pedí el derecho de palabra.
—Yo te entiendo –dije en voz baja –, ese miedo… lo entiendo.
— No es miedo –dijo de inmediato. Pareció ofendido –, es…
Recuerdo que durante esa pausa pensé en cómo se habría sentido cuando abrió su bandeja de correo electrónico y vio algo privado expuesto de forma pública. Imaginé cómo sería revisar los destinatarios y comprender que esas imágenes –borrosas, grotescas, incluso levemente desagradables – estaban en todos los lugares que le importaban. El pánico que te cierra la garganta, la sensación de irrealidad. Esto no puede estar pasándome. Esto no me está ocurriendo. Esto no es real.
En mi caso, no fue tan grave. Mi acosador me acusó de falta de ética laboral, menospreció mi aspecto físico, me insultó de manera pública. Dicho así, no parece tan realmente importante. Oye, ¿a quién no han insultado en las redes sociales? ¿A quién no han señalado de forma violenta, cruel, agresiva, burlona? Pero no se trata de las acusaciones, sino de la sensación de que algo está roto en tu relación con el mundo. Que algo se desmoronó bajo el peso del miedo y se reconstruyó en algo más doloroso, sensible y perverso. Porque en mi caso, supe de inmediato de quién se trataba y el motivo por el cual lo hacía. Supe de inmediato que se trataba de una grotesca forma de competencia laboral que devino en una frenética sensación de control. Lo que sostiene todo tipo de abuso, pensé después. El poder que la violencia te confiere sobre alguien más.
—Sí, es miedo –dijo al final el uruguayo –. Tuve miedo de sentir que mi vida era un conjunto de datos manejados por un tercero. Que alguien tenía la capacidad de hacerme daño. Me acusé de poco hombre, de maricas, por dejarme amedrentar.
—No eres nada de eso –saltó de inmediato el facilitador.
—Lo soy en mi mente –insistió el hombre–, eso es peor. Se acabaron los espacios a los que puedo huir. La seguridad. No hay nada seguro, y aceptarlo es duro. Es… no se te olvida.
No, no lo olvidas. Porque la violencia, en pequeña escala como me ocurrió a mí o en casos mucho más graves, te cambia para siempre. Te hace comprender que hay una grieta en lo que consideras el mecanismo de las cosas y cómo debería funcionar. Qué debería sostener el tiempo privado, hacia dónde podrían dirigirse las cosas que otorgan sentido a lo que crees importante. ¿A qué le conferimos importancia? La violencia del acoso, el maltrato, el abuso, te hace cuestionarte qué hace que realmente te sientas seguro en tu vida, que te sostengas sobre los cimientos intelectuales y morales que asumes de considerable valor. Pero cuando ese velo se transgrede, descubres que nada es igual, que hay una cierta decepción sobre el mundo. Que no hay un consuelo real.
—¿Qué pasa si el espacio seguro deja de existir? –le respondo, ahora, a mi psicóloga – ¿Qué pasa si ya no creo que haya una forma de entender las cosas sino a través de la posibilidad de la violencia?
El hombre que me acosó tiene severos problemas de autoestima. Y parte de toda la situación que vino después fue su forma infantil de buscar control. Lo comprendí luego de horas de terapia, de analizar lo ocurrido en largas conversaciones con amigos cercanos que me dieron su opinión. De humanizar a mi agresor, una de las cosas más duras que me ha tocado hacer en mi vida. Pero comprenderlo no lo hace menos grave, menos hiriente.
—De no existir, debes construir uno nuevo –dice entonces mi psiquiatra –, debes lidiar con la idea de que la violencia está allí, en todas partes. Es duro, lo sé. Pero es necesario.
Es necesario, claro que lo es. Durante los últimos meses, le he dedicado especial atención a cómo reaccionan las redes sociales a la violencia. Es un tema extraño, angustioso. Porque la víctima siempre tiene “la culpa”, de formas poco claras pero siempre acusadoras. Me lo dijo una de mis amigas más queridas, que insistió en que debí notar que mi acosador tenía “problemas”. No supe qué responder a eso o cómo explicar que jamás hubo nada particularmente extraño en las conversaciones con un hombre en apariencia inofensivo, con ambiciones y que estaba muy interesado en ser “famoso”. Como cualquiera, como otros tantos. ¿Esas eran señales de violencia? ¿Debía tenerlas en cuenta?
El comentario de mi amiga me hizo recordar a los que suelen referirse a violaciones como actos en los que una mujer, según el criterio popular, no se resistió lo suficiente o tuvo “la culpa” por “provocar” una situación de violencia. Cuando fui acosada, un anónimo me recordó que “todas las mujeres son putas” y la actitud de las víctimas “lo recuerda. Algo hiciste para que ese tipo reaccionara así”.
Me tomó algunas semanas digerir el fenómeno entero de la cultura que aprueba y somete a escrutinio la violencia. Se trata de una de esas ocasiones en que te preguntas qué está ocurriendo a nivel cultural en el continente en el que naciste, en la sociedad en la que te educaste. Pienso en la imagen femenina como objeto sexual, en el hecho irrebatible de la cosificación en masa. Pero también, en las voces que señalan a las mujeres y hombres que criticamos esta situación. ¿Qué está ocurriendo en nuestro continente con respecto a la violencia?
—Menosprecio.
— ¿Así de simple?
— Así de grave.
M. fue una de mis profesoras en la Universidad y, durante años, utilizó el derecho penal –materia que imparte desde hace más 20 años –, para analizar la situación de la mujer en nuestro país. Le conté sobre el acoso que sufrí y fue de las primeras en insistir en que no debía restarle importancia. “Es importante entender que la violencia es algo endémico, de las cosas pequeñas a las más graves”. Cuando habla de menosprecio, lo hace con propiedad: durante buena parte de su carrera en tribunales ha defendido a mujeres maltratadas, violadas y abusadas. Cuando le pedí reunirnos para conversar sobre lo que me ocurrió, lo hizo de buena gana. “En este país, eso se olvidará rápido, pero lo que muestra es grave”, me dijo en la corta conversación telefónica que sostuvimos. Ahora, habla de menosprecio. Así, sin más.
—Hombres que menosprecian a las mujeres.
—No, niña, ojalá la cosa fuera así de sencilla: nuestra sociedad está construida para “poner a la mujer en su lugar” y eso se ve a cada momento. ¿No lo notas? ¿No lo sientes cada vez que te insultan en redes? ¿La forma en que te atacan sólo porque eres una mujer que habla sobre mujeres? Tu acosador cree que tiene razón en insultarte. Cree que está bien atacar a alguien, herirle, menospreciarle. Es su forma de demostrarte que tiene poder. De demostrárselo a sí mismo.
No sé qué responder a eso. O sí lo sé, pero resulta terrorífico asumirlo, aceptarlo como si tal cosa. Después de todo, ¿no somos el país de las mujeres más bellas, las echadas pa’ lante, las abnegadas? Las madres coraje, las madres solitarias. Un país de mujeres fuertes, que se enfrentan a diario a una situación insostenible.
Pero en realidad, ¿quiénes somos?
Hace unos días, alguien me llamó “becerra” (un término peyorativo muy venezolano) por preocuparme por lo ocurrido con una mujer que admitió en redes sociales que había sido violada. “Ella está disfrutando su fama”, me dijeron y me sorprende la poca profundidad del razonamiento.
—No es tan fácil, muchacha –dice M. con un suspiro cansado –, ojalá fuera todo tan estructurado y bonito. Es odio, odio de verdad. O peor: indiferencia. A nadie le importa si fuiste acosada o si a una mujer la violan. La violencia contra la mujer para mucha gente tiene un ingrediente de culpabilidad. ¿No lo notas? Te lo repiten. “Algo hiciste”. Somos objetos. A una mujer un hombre se la coge, se casa con ella, tiene hijos. Pero nunca se le considera un igual. La gran mayoría de los hombres de este país o tienen las mujeres en un altar o las consideran basura.
Silencio otra vez.
Más tarde, mientras transcribo el audio de la conversación, me parecerá que esos pequeños segundos sin palabras tienen un significado extraño. A las mujeres nos odian o nos idealizan. ¿Alguien nos respeta? Es una pregunta dura. De hecho, muchas veces me han acusado de “melodramática” cuando concluyo que la sociedad venezolana utiliza a la mujer como muñeca de ideales, un avatar grotesco de sus valores poco claros.
—Mira, suele decirse que toda Latinoamérica está obsesionada con la masculinidad de una manera casi homoerótica –dice mi profesora –; pero, en realidad, es una idea universal que proviene de Grecia. Los hombres llevan su vida emocional con otros hombres. Sus amistades más profundas, sus cómplices y confidentes son hombres. La mujer para la casa y los muchachos.
Pienso en mis amigos, en los hombres que forman parte de mi vida. ¿Los incluyo en esa fórmula inquietante? No lo sé. Jamás podría decir que son machistas, que menosprecian a la mujer de algún modo, pero… aguanto la respiración. ¿No tuve una discusión con uno de ellos cuando compré mi primer automóvil porque “no era necesario que una mujer tuviera uno”? Eso era lo que había dicho. ¿No era un chiste habitual bromear sobre mi activismo político: “Allí llegó la feminazi, mejor nos callamos”? Bromas, sí. Entiendo el humor venezolano, entiendo el humor del trópico. Pero, ¿qué esconde el humor?
¿Qué?
—Indiferencia y menosprecio –dice mi profesora –, eso es lo que hay allí. ¿No te lo están diciendo en la cara?
Lo veo. Un escalofrío me recorre, la sensación extraña de no saber cómo entender el país en el que vivo, la cultura en la que crecí.
…
Mi psiquiatra me felicita por mis progresos. Ya no tengo miedo sobre el hecho del acoso que sufrí, sino una profunda decepción con respecto a la cultura que lo permite, lo promociona, lo sostiene, lo normaliza. Pero a mí me sigue enfureciendo, me sigue haciendo sentir que hay una pieza rota en nuestra cultura que no encaja en ninguna parte. Y quizás, mirarlo de esa forma está bien, pienso con cierta furia contenida. Que nunca sea cotidiana la violencia, que incluso la más superficial y en apariencia poco importante logre molestarme. Que sea siempre una herida abierta y no una cicatriz ignorada.
Por Aglaia Berlutti | @aglaia_berlutti