¿Cuándo vuelve mi mamá?

Marianny tiene 15 años, es de piel morena, alta y delgada. De rasgos muy finos, con cabello alisado. A pesar de algunas dificultades, acaba de pasar al tercer año de bachillerato.
Con movimientos rápidos y seguros como los de un peso pluma, destiende unas sábanas que ya han perdido su estampado, hasta ser casi transparentes. Marianny dobla rápidamente las sábanas y enseguida entra a la casa. Debe aprovechar que hay luz y agua para ponerse al día con los quehaceres del hogar.
Con la misma agilidad se le ve caminando en un barrio de Ciudad Ojeda llamado El Progreso. Contrario a su nombre, es un barrio que parece haber quedado en el olvido. Las numerosas familias, que en algún momento hacían vida allí, se han ido desmembrando producto de la migración masiva de los últimos años. Del mismo modo, Marianny y sus hermanitos –Eyra, de 3 años; y Yeison, de 8– no cuentan ya con la compañía de Miriam, la madre de los tres. Ella se dedicaba a la fabricación y venta de productos de limpieza, negocio que no le resultó lo suficientemente rentable para poder mantener a sus hijos. Por eso, un buen día, decidió dejarlos al cuidado de su madre para partir a Ecuador a buscar un empleo que la ayudara a mantener a los niños.
—¿Cuándo vuelve mi mamá? –pregunta Yeison una y otra vez a Marianny–. Han pasado muchos días, y de paso se fue mi abuela también.
—No lo sé, Yeison –le responde Marianny–. Confórmate con que no estás pidiendo en la calle, como muchos niños en el barrio.
La madre de Miriam, que había quedado como responsable de sus nietos, se fue del país dos meses después que su hija, dejando a Marianny como responsable de cuidar a sus hermanitos.
—Tanto tu mamá como yo estaremos trabajando duro fuera para que ustedes puedan tener lo que necesitan. Tú debes velar por el bienestar de tus hermanos, gracias a nosotras ustedes podrán comer y estudiar –dijo la abuela antes de partir también para Ecuador.
De allí en adelante ha sido Marianny quien ha salido al ruedo con sus hermanos, con un futuro incierto, sin saber si ella será la próxima en irse o si será la próxima en ver partir a otro miembro de su familia.
Josué, el padre de Marianny y sus hermanos, se separó hace un año de Miriam y se fue a vivir a un rancho cerca de la casa donde vivía con su familia. Josué es un “todero”: cambia tuberías, es electricista, arregla neveras, lavadoras y una que otras veces destapa cañerías. No tiene trabajo estable pero de vez en cuando le salen sus “marañitas”, como él dice.
Un Viernes Santo, Josué tuvo la oportunidad de arreglar la nevera de una señora del barrio que le paga muy bien cada vez que él le resuelve un problema doméstico. El trabajo le tomó toda una mañana y parte de la tarde, ya que debía cerciorarse de que el aparato funcionara bien una vez que llegara la luz. Generalmente, en la zona, la electricidad llega a partir de las 2:00 p.m. y se va a las 08:00 p.m.
Al regresar a su casa, soñaba con comerse una arepa con queso blanco, beberse una coca cola bien fría y darse una buena ducha. Durante el día la sensación térmica superó los 39°C. Cuando se fue acercando a su casa, Josué encontró a unos vecinos ya pasados de tragos con el vallenato a todo volumen. Intentó no molestarse: conocía sus antecedentes violentos, por lo que se acercó al que veía menos ebrio:
—Mirá, primo, será que le podéis bajar a la música, vos no vivís solo en la cuadra.
—Vaya a joder pa’ otro lado, mardito –fue la respuesta del hombre.
Acto seguido, le rompió la botella en la cabeza: la camisa de Josué pasó de gris a un intenso vinotinto. Luego de que otros vecinos intervinieran para evitar un trágico desenlace en la trifulca, Josué finalmente llegó apenas respirando al hospital.
Al siguiente día Marianny dejó a su hermanita Eyra bajo el cuidado de Yeison para poder atender a su papá. Los vecinos le ayudaron con donaciones de algunas gasas, adhesivos y antibióticos. A Marianny se le podía ver corriendo por las calles, angustiada para conseguir los medicamentos que necesitaba su papá y comprando lo necesario para alimentar a sus hermanos.
Unos días después y con Josué fuera de peligro, Marianny siguió con una vida que se alejaba cada vez más de la de una adolescente de 15 años. Ha dejado atrás aquellas tardes en las que compartía con sus amigas del liceo. Le gustaba practicar los peinados que veía en tutoriales por YouTube con sus compañeras y, sobre todo, conversar con su mamá acerca de las inquietudes naturales de una quinceañera.
A diferencia de esos tiempos, Miriam sólo puede llamar a Marianny una vez al día y si acaso conversar una vez por unos cuatro o cinco minutos cuando le cae la llamada. En El Progreso la señal de datos con frecuencia es inexistente. Por otro lado, Miriam trabaja en una fábrica durante diez horas y su tiempo libre es escaso.
—Yeison, la tía pasará buscándote en el colegio, hoy tengo examen de Inglés en el liceo y no podré faltar está vez –dice a su hermano antes de dejarlo en la escuela.
Una tía materna ayuda a Marianny, bien sea cuidando de sus hermanos mientras ella se encuentra en el liceo, o buscándolos en la escuela. Pero no siempre es así.
Yeison no va muy bien en sus estudios. Desde que su mamá y abuela se fueron del país se le ve deambular por el barrio con su chemise blanca, pantalón de gabardina y mochila tricolor. En las tardes, aún con el uniforme puesto, juega pelotica de goma con otros niños de su edad. Ellos también viven en el barrio, pero a diferencia de Yeison ya no asisten a la escuela.
—No voy a colegio hoy, no quiero –se queja Eyra desde la cama donde duerme con Marianny, la cama que solía ser de Josué y Mirian.
—Eyra, si no te levantas rápido no te llevo al parque en la tarde, ya sabes.
Es el chantaje que de vez en cuando le funciona a Marianny para alistar a su hermanita y llevarla a preescolar.
Eyra es una niña cachetona, de ojos vivos, muy negros y vidriosos: es fácil verse reflejado en ellos. Marianny la peina con gelatina para realzar sus rizos cortos y sueltos. En clases, toma un creyón de cera amarillo y torpemente traza unas líneas en un papel blanco.
Eyra siente un especial afecto por su hermana, siempre habla de ella con frases que poco a poco ha ido aprendiendo a estructurar. A su maestra, Eyra suele repetirle con un lenguaje muy primitivo: “Mayani me peina como yo digo, ella me dice que soy linda, pero más linda ella es”.
Sin embargo, Eyra no sabe que pasará un tiempo para que Marianny vuelva a peinarla.
—Qué molleja, mirá la hora que es y no la han venido a buscar –dice la maestra de Eyra señalando el reloj de la dirección del preescolar–. ¿Con quién la dejaremos hoy?
Eyra comienza a mirar a su alrededor. Sus ojos intentan encontrar respuesta. Observa y espera.
Esa tarde, como tantas otras, se han retrasado para ir a buscarla. En una familia desmembrada, en la que los más chicos juegan a ser adultos, la sensación de desamparo y de que algo falta es tan cotidiana que solo puede amenazar con resquebrajar más los vínculos.
De pronto, Eyra apoya sus pequeñas manos en la pierna de una joven que visita a la directora del plantel. Luego, Eyra se inclina hacia el cuerpo de la muchacha como quien busca una muestra de afecto: como quien busca a una madre que no está, a una abuela que no está o a una hermana que no ha llegado.
—¿Te sientes mal? —le pregunta la joven mientras acaricia la espalda de Eyra.
Seguidamente, la niña quita sus manos de la pierna de la visitante para colocar el dorso de las mismas en su cuello. Eyra, que no había mencionado palabra, dice con voz bajita y aguda a la vez:
—Tengo fiebre.
—Está muy caliente, sí, tiene fiebre. Llévasela mientras tanto a Omaira, que la bañe y le dé acetaminofén.
Omaira es una madre comunitaria que ya ha tenido experiencia con los niños que dejan en el cuidado diario cuyos padres han emigrado y han dejado a sus hijos bajo la responsabilidad de terceros.
La maestra de Eyra toma su mano y con la otra Eyra hace un gesto de adiós. Esbozando una sonrisa dice: “Chao”. Esa palabra cada vez más significativa en su vida.
Días más tarde, mientras Marianny limpia su habitación, recoge un unicornio de peluche del piso. Era el juguete preferido de Eyra. Lo estrecha en su pecho mientras contiene el llanto. Ya no tiene que inventar historias para llevar a su hermanita al preescolar. Una tía materna pasó buscándola por instrucciones de Miriam para llevársela a Colombia. Eyra permanecerá un tiempo en el vecino país para encontrarse luego con su mamá en Ecuador.
Mientras tanto, Marianny sigue sin saber si será la próxima en irse o en despedir a alguien más que se va.
Por Daniela Martínez | @daniela_mh