#DomingosDeFicción: antonia p.

un amor breve como el suspiro de una cabeza guillotinada
Roberto Bolaño
No sé por qué me gustó. Estaba llegando a los cuarenta y, honestamente, al no aceptarlo parecía bastante ridícula. El tono de sifrina de principios de los 90 la delataba, y los moñitos, coño, los moñitos nunca los entendí. Tenía dedos de piedrera: amarillentos en las puntas con las uñas cortas, comidas. También ladeaba la mandíbula al hablar, y la mayoría de las veces que decía algo se le caía la cédula durísimo.
Ese día yo iba tarde, ya no tenía ganas de entrar al taller. Me la encontré en el pasillo toda apurada. Siempre me acobardo pero no sé qué pasó esta vez, cuando tenía todas las razones para no invitarla.
Fuimos a los chinos alemanes. Me daba pena encontrarme con alguien, especialmente con Martha, pero ahí estábamos, la tenía frente a mí con un tercio en la mano.
Bebía como un vikingo. La imaginé con el casco y los cachitos. Me reí solo. Se dio cuenta pero no preguntó. Hablábamos de cualquier cosa, nada interesante. A pesar de eso no nos quedamos en silencio ni un segundo. Cada vez que llegaba otra ronda de cervezas tomaba una servilleta con sus dedos amarillos y limpiaba la boca de las botellas: primero la mía, luego la suya. Nos reímos por haber faltado al taller, el alcohol me hizo perder un poco el miedo a que me vieran con ella.
Al día siguiente le mandé unas canciones que le había prometido. No respondió. Nos volvimos a ver el martes, cuando leyó su cuento. Me pareció cómico que firmara Antonia P. para que no la confundieran con la escritora. No cambiaba absolutamente nada el colocar solo la inicial del apellido. Mientras leía, la miraba y traté de calcular: tenía buenas tetas, pero nada de culo; unos ojos gigantes y hermosos, pero los dientes jodidos por el cigarro.
Cuando terminó la sesión del taller se me acercó, creo que intentó invitarme a algo. Solo llegó a decirme que le gustaron las canciones, que se parecían a mí. Y se fue.
Pasé el resto de la semana en mi casa escribiendo un cuento sobre una familia de elefantes. Eran muy felices hasta el día en que el papá elefante se enferma y muere. Los elefanticos lloran por varias páginas y la mamá elefante tiene que hacerse cargo de los pequeños. A nadie en el grupo pareció gustarle cuando lo leí, ni siquiera a ella.
Ese viernes la llamé, le dije que estaban pasando Away from her en el cine, una función especial; yo quería verla de nuevo. La película trata sobre una pareja que lleva más de cuarenta años juntos. La esposa desarrolla Alzheimer y tienen que recluirla en una institución, allí poco a poco se va olvidando del esposo y se enamora de uno de sus compañeros en la clínica. Hay una escena en que, mientras el esposo la llevaba para internarla, ella le recuerda una infidelidad de treinta años atrás cuando él era profesor universitario; allí se devuelven a la casa para hacer el amor por última vez y luego se encaminan hacia la clínica de nuevo.
Salió llorando del cine. Me llevó a mi casa y la invité a pasar. No hice ruido camino al cuarto para que nadie saliera. Fui a buscar algo de tomar y cuando regresé estaba mirando mis libros, le dije que agarrara los que quisiera pero no tomó ninguno. Sobre la mesa de noche había un par de hojas con otro cuento en el que estaba trabajando, al leer el primer párrafo sonrió. El cuento se llamaba El narcisismo de las pequeñas diferencias, era acerca de un hurón y una ardilla que quieren exterminar a todos los mapaches que viven en su bosque, matándolos de las maneras más sanguinarias posibles.
Se quitó los zapatos. Yo no quería verle los pies pero no estaban mal, normales, mejores que sus manos. Prendí el televisor y no había nada, puse música. Le pregunté cuál era su palabra favorita: Efímero, dijo. La mía era barracuda.
Me contó que estaba divorciada desde hace tres años, que tenía un hijo de doce, Diego. El chamo estaba en Canadá aprendiendo inglés y quedándose con el papá. Si le conseguían cupo tal vez lo metían a estudiar secundaria en Toronto. La educación en Canadá es mejor, dijo, y se le aguaron los ojos. Yo la abracé. En el iTunes sonaba música balcánica, quité el shuffle y puse las baladas de Coltrane. Me reí por la obviedad del cambio, pero a ella pareció gustarle. Nos besamos incómodamente. Sentí o creí sentir las arrugas sobre su labio y el aliento a cigarro. Su lengua estaba seca, humedecí más la mía para compensar. Me agarraba el brazo con fuerza, me hacía daño pero no dije nada. Le quité la franela y besé su estómago flojo, también mordí sus senos a través del sostén. Desabotoné mi camisa, tenía meses sin podar el césped del pecho y las axilas. Pasó su mano por mi espalda y me mostró su cuello para que lo besara, luego le mordí toda la cara, mordiscos suaves. Le quité el sostén y pasé un rato lamiendo sus tetas. Cuando quise comprobar qué tan húmeda estaba me detuvo y pidió disculpas. Le dije que no había problema y la besé. Su aliento era horrible.
A los tres días recibí un mensaje, me invitaba a cenar a su casa. Calabacines rellenos, decía. Me sorprendió la iniciativa. Cuando le iba a responder llegó otro mensaje diciendo: Si no quieres no importa.
Iba a saludarme con un beso en la boca, yo fui hacia su cachete, nos confundimos y terminamos abrazándonos.
Vivía con una amiga y con Dieguito. La amiga estaba en la playa. Los calabacines se me quemaron un pelín, rió. Se le habían quemado bastante, pero se podían comer. Hay helado en el freezer, ¿quieres? No pensaba que iba a ser de ron con pasas, me lo comí con disgusto. ¿Vemos una peli? Cada vez que hacía una pregunta pelaba los ojos y sonreía. A la media hora de película ya estaba encima de ella, besándola con más violencia que la vez anterior. Fuimos al cuarto con la mitad de la ropa, al bajar mi mano y tocarla temí que estuviese tan seca como lo estaba su lengua, pero estaba bien. Yo tenía un condón y no quería usarlo, se lo dije. Respondió que no tomaba pastillas, pero que se tomaba luego la del día siguiente. Estuvimos frente a frente, luego ella sobre mí de espaldas, luego frente a frente de nuevo. Cuando yo estaba por acabar dijo algo que no escuché muy bien, pudo ser lléname o llévame.
Dormimos un rato, al despertar nos besamos. ¿Quieres que te haga la paja? Mientras lo hacía yo la miraba, realmente no era fea, pero sus gestos, sus maneras, había algo feo en ellos, como si no estuviese en armonía con su cuerpo. Acabé, le di las gracias y le pedí algo para limpiarme, ella fue a lavarse las manos y me trajo papel absorbente. Nos quedamos un rato acostados en silencio.
—Sigo enamorada de mi ex –dijo.
—¿Y él?
—Tiene otra esposa.
No le contesté. Dijo algo más pero me hice el dormido, luego me dormí de verdad.
Por la mañana comimos juntos y cada uno se fue a su trabajo. Nos vimos hasta un poco después de que terminó el taller. Ella se fue a Canadá a arreglar lo de su chamo. Yo intenté volver con Martha.
Por Carlos Colmenares Gil
*Este cuento pertenece al libro Versiones de Martha.