Exhalando humanismo

Papá y yo, la noche anterior, cada uno desde su hamaca y con un tabaco, habíamos acordado estar en el corte de yuca antes de que llegara el sol; así, con suerte, también llegaríamos antes que el ladrón.
No fue intencional. No pretendíamos ser sigilosos. Nunca pensamos que, después de dar una vuelta rápida a la caña recién sembrada, veríamos al transgresor caminando hacia la siembra con la naturalidad de quien sabe que los dueños no están cerca.
No estamos entrenados. Mi papá y yo somos pacifistas hasta la penúltima instancia. Nos llevamos la antiquísima escopeta que le habían traído a mi abuelo desde Brasil hace más de 30 años “pa´pasearla”, pero me metí dos municiones en el bolsillo antes de salir de la casa.
Los perros, montunos y salvajes, corrieron hacia el intruso sólo después de la orden, la cual fue dada en el idioma del arma.
Quisiera presumir la habilidad con la que me descolgué la escopeta del hombro, asumí posición de tiro, halé el martillo y apunté, pero lo único que recuerdo del momento fue escuchar en mi mente las palabras de un amigo de la zona, de unos días atrás: “Compai, cuando uno va a matar a alguien, lo mata y ya. Uno piensa que algo lo va a impedir, pero no”.
La concha en el cañón calibre .12 era de pajarera y la distancia era grande, “pero te vas a llevar un recuerdo”, alcancé a pensar cuando vi a mi objetivo. Dos pasos dio el delincuente bajo la mira. Dos pasos en los que exhalé todo el humanismo que habitaba en mí. Al tercero, disparé.
Después de la detonación, los perros emprendieron la carrera y nosotros detrás de ellos. El invasor tuvo tiempo de perderse en la espesura del monte. Gringa, Perola, Blake y Yanko siguieron la persecución. Papá y yo escuchamos los ladridos y nos hacíamos señas sobre la dirección que tomaban.
Para no estar entrenados, fue fácil entender cuando me dijo con los ojos y la mano izquierda: “Yo iré a la carretera a tratar de identificarlo cuando salga. Ve tú a donde se unen las quebradas y a lo que no tenga el color de mi braga, le disparas”.
A los minutos apareció papá con los perros: “Lo perdimos, pero ese, ni nadie, vuelve a entrar sin permiso”, me dijo.
Al mediodía se había regado la voz en el pueblo. Llegaron algunos amigos de quienes esperaba la acostumbrada crítica, esta vez en forma de “caraj, compai. Tenía que disparar de más cerca”; pero casi nadie me dirigió palabra. Me di cuenta de que todavía el humanismo no había vuelto a mí porque en todos veía a un potencial culpable.
Los mayores procuraban alejarse con mi papá para conversar con él. Entonces supe que algo no estaba bien.
Pasé semanas reviviendo el momento, aún sin sentir que el humanismo hubiera regresado a mí. No soy asesino pero no por falta de voluntad, sino de puntería; aunque eso no era lo que me hacía mirar al vacío. Había contraído una deuda. Hice valer derechos de propiedad privada en un país donde el accionar del Estado se decide en una gallera.
Meses después, empezando el año, por sorteo, me tocó ir a Carúpano a primera hora a buscar la comida para los próximos días, que mamá ya había preparado. Mi celular era el único que tenía señal en la finca, así que se lo dejé a papá. A las 4:00 pm, a más tardar, estaría de regreso.
Cuando el teléfono de la casa suena al mediodía, no son buenas noticias. La sonoridad del “¿Que?” de mi mamá lo confirmó. Detalles más detalles menos, una patrulla de la autoridad había llegado a la finca y se había llevado a mi papá detenido. Sentí a mi exiliado humanismo pateándome el pecho.
Es un viaje de 35 minutos que hice en menos de diez. Recogí el ganado, revisé la casa, pedí al vecino del frente que estuviera alerta y me regresé a Carúpano. En el camino pude hablar con mi papá, era el CICPC el que se lo había llevado. La comisión había caído allá tras una “inocencia”. La información del transformador de voltaje que estábamos vendiendo llegó a uno de esos parásitos que viven de publicar cosas en el estado de WhatsApp, de la mano de alguien a quien consideraba confiable. Individuo que justamente había viajado a Caracas en esos días.
Mientras manejaba de regreso, había elaborado un plan sencillo: llegar a la sede donde lo tenían, faltarle el respeto a alguien con chapa y acompañar a mi papá. Tres veces utilizaron la voz de mando para pedirme calma, tres veces les pregunté dónde estaban ellos cuando nos robaron las tres bombas de agua el año anterior.
La cosa estaba fuera de mi alcance. Sentí que una niebla empezaba a enturbiar mi juicio. Empecé a pensar en compradores de la finca. La iba a rematar a lo que fuera, pero necesitaba los 5.000 dólares que estaban pidiendo para olvidar el caso.
¿Cuál caso?
El caso por el cual había pagado alguien conocido como César Chaceca, quien puso una denuncia por un transformador que le habían robado, parecido al nuestro pero sin factura, ni orden de entrega, ni autorización de Corpoelec. Documentos que sí teníamos nosotros.
En un país donde la ley se decide en una gallera, la razón estaba de nuestro lado.
Abogados e influencias. No somos millonarios. Mi papá ha trabajado toda su vida desde la honestidad y más preocupado por llenar su corazón que sus cuentas. Hombre brillante, valiente y noble, que no presume del peso que tienen sus relaciones personales en muchos niveles de la sociedad.
La negociación se transó en que pasaría la noche en la sede y, al día siguiente, saldría con régimen de presentación. Quienes me ocultaron esta información hasta el final tuvieron oportunidad de verlo y me aseguraron que estaba en la suite de lujo del recinto, solo.
Antes de que saliera el sol, ya yo estaba en el portón del sitio, escaneando las caras de todos los oficiales. Observando a los contemporáneos con quienes llegué a compartir más de una cerveza y guardando para siempre su desinterés. Pobres esclavos que no valen más que lo llevan guindado en el cuello.
Era todo ira e impotencia. Mi mente me convirtió en etarra y yihadista. En ese momento, cada carro en el estacionamiento era una bomba en potencia. Era un irracional, un bestia. Bien me podían haber reclutado ahí mismo.
Trasladaron a mi papá de la sede del organismo al circuito judicial. Cuando lo vi, con las manos esposadas, inhalé casi todo el humanismo que consideraba perdido. Las lágrimas de mi abuela lavaron mi mente de pensamientos oscuros. Lo importante se había logrado.
Habían decomisado el transformador por ser “prueba de delito”, pero se pudo recuperar. La escopeta no. En uno de esos comentarios casuales, alguien dijo que “… lo que pasa es que uno no puede estar disparando a nadie porque aquí no hay porte de armas. Ni porque esté robando y mucho menos comida”. Pronunció esas palabras alguien que debe hacer cumplir la ley en un estado azotado por la trata de blanca, el tráfico de combustible y narcotráfico, en un país donde la economía se dirige desde una gallera.
Por Luis Regnault | @botucoforever